Don Sebastián López. Nuestro hermano mayor, y 3

22-11-2010.
Nos conocía tanto, que sabía perfectamente cuáles eran nuestros puntos fuertes y débiles en sus materias. En otra ocasión, en un examen oral, posiblemente distraído, me lanzó un ataque hacia senos, cosenos, tangentes y otras especies trigonométricas, que me hizo tiritar. Tal debió ser mi expresión de pánico que rectificó rápidamente y pasó a preguntarme mi tema algebraico favorito: un problema de gallinas y conejos. ¡Cómo se agradecen y se recuerdan estos detalles! Hice una faena redonda. Te daban el número de patas y cabezas de los conejos y las gallinas que había en el corral y, con aquello, ya podías calcular todos los problemas de la granja y el nombre de la mujer del propietario. Yo, estos temas los encontraba útiles y aplicables a la vida real y, por eso, me gustaban; pero la ecuación de los gases perfectos de Gay Lussac… ¡Vaya tela!

La tarde del día cinco de enero, mientras Encarnita, mi esposa y mi hija se quedaron en los alrededores de la Plaza de Cataluña, viendo la cabalgata de Reyes, Sebastián y yo nos fuimos al Camp Nou. Jugaban el Barça y la Real Sociedad. El frío era considerable. Yo, que me estaba recuperando de un arrechucho, volví a caer en la tos y en el moqueo, tan propios. El resultado ‑un tres a cero a favor de los de casa‑ nos dejó plenamente satisfechos. Cada vez que marcaban un gol, llamada a David, el hijo pequeño, ingeniero de caminos y gran aficionado al fútbol como el padre El frío nos dejó en casa aquella noche. Cenamos de “tapeo” y bebimos sin prisas hasta muy tarde.
El día de Reyes no nos vimos: ellos hicieron turismo libre por la ciudad y yo, como cada año, lo dediqué especialmente a mi madre.
El siguiente era el último día de las pequeñas vacaciones de Encarnita y Sebastián. Nos encontramos hacia las once de la mañana. Visitamos San Pol de Mar, un pueblecito de pescadores a media hora de Barcelona con poco más de tres mil habitantes, en donde algún día pienso pasar largas horas de sosiego, contemplando tras los cristales la imponente majestad del Mediterráneo.
—Desde aquí, poco más se necesita para ser feliz —me dijo, al contemplar el paisaje—.
¿Por qué en Las Escuelas no hubo nadie que fuera capaz de dar una mayor proyección a una persona de su valía? Me consta su amor y su respeto por la Safa, por el padre Bermudo especialmente y por otras muchas personas de la Institución.
Aunque no hablamos de ello, estoy convencido de que la pasión de Sebastián fue siempre la Escuela de Magisterio. Seguramente su única ambición. Creo que en la persona de Sebastián también se cumple el dicho de que «El Vaticano condena y el pueblo eleva a los altares».
Las razones suelen ser políticas casi siempre. Las instituciones saben adaptarse a los tiempos y a las tendencias, elegir a las personas más adecuadas para que acepten con entusiasmo la ideología conveniente, admitir las innovaciones de cada momento, sumarse al carro de los que siempre están con la idea o la tendencia que marca la moda. A los hombres, por el contrario, es más difícil hacerlos cambiar y, a cierta clase de hombres, resulta imposible. Se hacía tarde; en poco más de media hora llegamos a un restaurante de Castelldefels, en donde he compartido mesa con personas muy queridas. Por allí han pasado Enriquito Sanmartín, Rodríguez Espinar, José Mari Ruiz Vargas y su esposa. Hoy les tocaba a ellos.
A medida que hablábamos, creía comprenderle mejor. Quizás las preguntas ya no eran tan necesarias. En los años sesenta, estaba donde estaba y actuaba con toda la responsabilidad que implicaba el cargo para el que se le nombró. Me consta que sufrió y protestó por las expulsiones de Francisco Fernández de Sevilla, de Claverías, de Avendaño, de Muñoz Pozo, de Jerónimo Poza Herrera, de Miguel Franco y de tantos compañeros que no regresaron después de las vacaciones. Estas actuaciones y su impotencia ante las mismas debieron de ir minando su fe en el sistema, hasta el punto de que, por recomendación suya, uno de los alumnos más brillantes del curso dejó el colegio para ir a estudiar Matemáticas a Granada. Supongo que este tipo de iniciativas no serían excesivamente bien vistas por la dirección.
Sebastián era superior y lo sabía; lo sabía él y lo sabían los demás. Fue el último alumno al que se nombró Príncipe del Colegio. ¿Cuáles fueron las razones para cerrar las puertas de la que fue su casa, al hijo predilecto y ejemplar?
Terminamos la comida; debían de ser las cinco de la tarde; me pidió que pasara por las Ramblas, para comprar unas flores a mi esposa y a la niña. Hacia las seis nos despedíamos en la puerta de su hotel. Al despedirnos, sus ojos se llenaron de lágrimas. No supe qué decir. De nuevo volví a sentirme pequeño ante él. Mi mujer también lloraba.
Después de su marcha, sigo pensando en él; en la fascinación que ejercía sobre nosotros. En su cuarto, fumamos alguno de nuestros primeros cigarrillos, prueba definitiva de su confianza y consideración. En época de exámenes orales, si creía que “algún iluminado del tribunal” podía fastidiarnos el esfuerzo de todo el año con una pregunta indiscreta o inoportuna, pasaba todo el día junto a él, procurando evitar el desatino. En resumen, su vida recoge casi a la perfección el ideario educativo de las Escuelas y él quizás fue la persona que lo llevó a cabo con mayor exactitud. He contado en alguna ocasión aquella Navidad en la que nos felicitó, uno por uno, a todos sus alumnos desde Santisteban del Puerto, en casa de sus padres todavía.
He pensado mucho en cuál sería el pecado por el que le juzgaron. Pero no hubo pecado. Sebastián suponía para todos la brillantez, la soberbia y la “lujuria de la inteligencia”. Tal vez, su falta fue la misma que un día arrojó a un puñado de ángeles del Paraíso. La belleza, la altivez, la inteligencia superior, la rebeldía. Seguramente, su mayor error ‑que no pecado‑ fue creer en la gente, poner el corazón en quienes no tenían talla moral ni humana para valorarlo. Avanzar de frente y a pleno sol, mientras los mediocres, los arribistas y los maquinadores adulaban y manipulaban en la sombra. Nunca he disimulado mi admiración por él.
Ahora trasluce un aura de desencanto y frustración producida seguramente por la propia condición humana. No me cabe la menor duda de que, si Sebastián no hubiese sido un hombre tan bien dotado intelectualmente, hubiera sido más admirado y aceptado.
Aunque, francamente, no sé por qué os he largado este rollo, hablando de su inteligencia, cuando lo que más me gusta de él son sus hijas Ester y Elena.

Deja una respuesta