17-11-2010.
Si analizamos nuestras vidas, en ellas tenemos satisfacciones, alegrías, felicidades… por la parte positiva. Por la parte negativa, desengaños, penas, infelicidades… El clamor popular dice que las alegrías hay que buscarlas; las penas vienen solas.
Había pasado nuestra feria de San Miguel del año 1978 cuando, ya hartos de visitar médicos, esperar análisis y un sinfín de días perdidos en consultas y pruebas, mandaron a mi señora a Jaén, al Hospital Capitán Cortés, a hacerle otras pruebas que en el Hospital San Juan de la Cruz de Úbeda no podían hacer, para saber con certeza el mal que la estaba consumiendo más de un año.
Ya en Jaén, decidimos que la viera un médico particular y así se hizo. Cuando el doctor la vio sin análisis, sin pruebas, sin ese ir y venir, le pronosticó que el riñón derecho no le funcionaba nada y que había que extirpárselo enseguida. Él mismo se brindó para gestionar el ingreso en el referido Hospital. Lo hizo de inmediato y procedió a hacer los preparativos para su intervención que él mismo haría. Así fue.
Varios días después, por la mañana, la bajaron al quirófano. Entró algo nerviosa, pero tranquila y confortada por el calor de los besos de sus hijos y seres queridos y la convicción de que sus males se acabarían con esa intervención. La espera fue larga para todos. Con el nerviosismo que nos inundaba, más aún. Pasadas más de tres horas, se abrió la puerta y la vimos aparecer inconsciente, en su cama, con el suero adosado a su brazo; y, en su cara, una expresión de tranquilidad que a todos nos inundó de alegría; y más, cuando el médico nos dijo que la operación había sido un éxito…
Yo, como esposo, no me separé de su lado en los primeros quince días, ni de día ni de noche. Para mí era muy gratificante estar en esos trances difíciles junto a la que físicamente sufría, y a la que yo siempre he querido, quiero y querré. Y qué reconfortante es dar cariño, amor, compañía en esos momentos de la vida que desgraciadamente vienen sin buscarlos.
Transcurridos varios días sin moverme ni un instante de su lado y como todo parecía marchar bien, una mañana, el doctor se despidió de su enferma diciendo que se ausentaba por unos días, pues tenía que asistir a un congreso en Barcelona y que su equipo médico seguiría atendiéndola. En vista de la buena marcha de la operación, al siguiente día procedieron a quitarle los puntos y así fue. Llegaron los médicos, nos invitaron a salir de la habitación y varios minutos más tarde salieron y pudimos vernos de nuevo.
Desde el día de su operación no tomaba nada más que líquidos y los sueros no le faltaban, ni de noche ni de día. Ya al tener sus dos manos encallecidas y taladradas por las agujas de los sueros, decidieron ponérselos por los pies, y con resignación de mártir todo lo soportaba. Me dijo que tenía ganas de comer naranja. Yo enseguida, y por vez primera desde que la ingresaron, salí del Hospital. Lo hice por la puerta de atrás, por los jardines. Fui al Gran Eje, buscando la primera tienda o frutería. Ya a mediados de octubre era difícil encontrar esos cítricos y le compré un tarro de líquido de melocotón del que con avidez se bebió un vaso, diciendo que le sentó muy bien.
Se durmió un rato. Cuando despertó, me dijo que la ayudara a incorporarse un poco en la cama, pues estaba algo cansada. La ayudé, le puse una almohada y se sentó. Llevaba varios minutos, cuando se descompuso su semblante y me pidió que le mirase donde tenía la herida, pues parecía que estaba húmeda. Levanté la sabana y vi un charco de sangre que manaba de la enorme herida abierta y dejaba al descubierto hígado, intestino y todo lo que había en su vientre. Intuí que era algo gravísimo. La tapé y fui enseguida a llamar a las enfermeras, que vinieron y de momento cogieron la cama, la sacaron de la habitación y la metieron en el ascensor. Yo me bajé por las escaleras al quirófano, todo corriendo. Cuando llegué, allí no había indicios de nada. Pregunté a un médico que salía de él y me dijo que allí no habían bajado a ningún enfermo. Yo, haciendo un gran esfuerzo por no romper en llanto, y hecho un mar de confusiones, subí de nuevo y pregunté a las enfermeras que dónde estaba mi mujer. Me dijeron que estaban operándola.
—¿Y dónde? —les pregunté de nuevo—. ¡Si al quirófano no ha llegado!
—Es en urgencias; en la planta sótano —me respondieron—.
Sin saber qué hacer, opté por llamar por teléfono a mi casa y así lo hice. Sin apenas poder articular palabra a mi hijo Fernando, que se puso al aparato, con frases entrecortadas por el llanto le dije:
—Que a mamá la están operando de nuevo.
No pude decir más; los sollozos me impidieron seguir hablando. Escuchaba cómo mi hijo preguntaba qué había pasado, con acento de angustia y desesperación.
Colgué el teléfono y me fui lloriqueando a la habitación, a esperar. Allí me encontró mi hijo. Él, al no hallar respuesta, cogió el coche y, presagiando un fatal desenlace, corrió por esas carreteras de Dios a enfrentarse no sabía a qué. Cuando vio la habitación vacía y yo solo en ella, entonces creyó que su madre había fallecido. Yo lo calmé un poco, diciendo que estaban operándola; pues, ya algo más tranquilo, pude articular palabras.
Esperamos y mediada la tarde la subieron de nuevo a la habitación. Ya consciente, pero marcada por el dolor, se repuso al vernos, y más aún cuando vio a su hijo Fernando. Le besó amorosamente, igual que a mí, y me preguntó que si había comido. Y le respondí que en esos momentos no tenía apetito…
Varios días después, cumplió mi permiso para la estancia con ella y tuve que reintegrarme a mi trabajo. La enferma necesitaba una persona, día y noche, a su lado y, para esos quince días que aún permaneció en el Hospital, se brindaron nuestras cuñadas Prudencia y Rosa. Cada una estuvo una semana, atendiéndola con una entrega y un cariño que nosotros les agradeceremos toda la vida.
Se fue recuperando paulatinamente y, aunque no le faltaban ni cuidados, ni desvelo, ni cariño, por parte de todos, su ilusión era volver a casa, pues le aterraba ver tanto médico con las batas blancas, aún a pesar de que el trato era exquisito, pero no los soportaba y así nos lo comunicó, a su hijo y a mí, y así se lo pedimos al médico. Lo vio bien. El doctor le dio su permiso, pues la complicación con la pleura había dado resultados positivos y, ante esa buena nueva, unos días se podía tomar, con la advertencia de que volviese de nuevo.
Cuando vio su hogar, se sintió tranquila y no quiso más médicos. Con nuestros cuidados se fue recuperando y hoy, a su más de 70 años y con un solo riñón, hace sus quehaceres y obligaciones de casa sin ayuda y con más entusiasmo que muchas jóvenes de hoy y con una cicatriz en su cintura de más de 35 cm.
Unos días después de operarla, llegó una carta del Hospital de San Juan de la Cruz a mi casa, comunicándole que se presentara en dicho centro para ingresarla y operarla…