A mi burro le duele la cabeza

21-08-2010.
No todos los niños del pueblo podían presumir de tener una burra, aunque algunos tenían mulos o caballos, que era más importante. En la casa donde nací siempre hubo una burra, además de otros animales domésticos que animaban el corral: los gallos cantaban, las gallinas cacareaban, los pollitos piaban, los conejos correteaban, las perdices cucaban, los canarios afinaban, la cabra balaba, los gatos maullaban, la perra ladraba y la burra rebuznaba a las seis en punto de la mañana, una hora antes de que los gallos anunciaran el amanecer. Exigía su ración de comida, que la chacha Rufina, soltera por obligación, puntualmente le suministraba.

Con tres años, sobre la albarda de la burra, mi padre me llevaba al campo a regar una pequeña finca de olivares próxima al pueblo. Sentía la protección de sus brazos mientras le escuchaba silbar alguna canción de Antonio Molina o Juanito Valderrama, de vez en cuando interrumpida con un «¡Arre borrica!», que también a mí me gustaba repetir. Yo era el niño más feliz del mundo entre almendros, trigales, pájaros, arroyos, huertas, acequias y pozas, cercando las olivas en aquel inmenso valle de Bedmar (Jaén), en las montañas de Mágina.
Han pasado casi sesenta años. ¡Dios mío, qué vértigo! Alberto, mi nieto de dos años y medio, nunca había visto un burro y por más que se lo mostrábamos en dibujos, no alcanzaba a imaginar el tamaño, ni las sensaciones que se sienten al tocarlo o al montar sobre su lomo.
Llegó el verano y con él un mes de convivencia familiar en nuestra casa de Arroyo de la Miel (Málaga), muy próxima a un solar cercado por una alambrada, donde había un burro.
Un día decidí hacer una visita al solitario animal con mi pequeño Alberto. Mi interés tenía su origen en la canción “A mi burro le duele la cabeza”, que su abuela Reme le enseñó y que tres días a la semana solemos cantar durante el recorrido en coche desde la guardería hasta nuestra casa de El Palo.
—¡Hola burro! ¿Cómo estás? —le vociferé desde la verja—.
El burro bajó la cuesta del solar y, acercándose a nosotros, rebuznó y agitó las orejas suavemente.
No sé qué sensación sintió mi nieto ante tan singular encuentro, pero yo me trasladé por un instante a mi más tierna infancia.
—Alberto: el burro es tu amigo y se llama Platero. Te mira porque espera que le digas algo.
—¡Platero! ¡Hola, Platero!
El burro movía las orejas ante el asombro de la inocente mirada de su nuevo amigo.
Así un día y otro. Llegábamos, estacionábamos el coche junto a la verja y, a la llamada de «¡Hola Platero, ya estoy aquí!», el asno trotaba despacio y escuchaba con atención el peculiar relato de su amigo Alberto sobre los otros animales que había conocido en el parque de La Paloma: patos, pavos reales, conejos, gallos…
—Son más pequeños que tú —le decía intentando animarlo—. Y corren mucho, pero tú eres mi amigo.
Platero lo miraba fijamente.
—Oye, Platero, ¿te duele la cabeza?
Platero dobló el largo cuello y se puso a comer hierbajos.
—Yayo: no ha movido las orejas.
—Bueno, es que tiene hambre y puede que le duela un poco la cabeza. Hace mucho calor.
Le dijimos adiós y nos fuimos a casa cantando nuestra canción preferida:
A mi burro, a mi burro, le duele la cabeza.
El médico le manda una gorrita nueva.
Una gorrita nueva, una gorrita nueva…
¡zapatos de cristal!
Un día, se acercó a la verja un hombre de unos setenta años con aspecto de labriego, abrió un enorme candado y se dispuso a entrar en la casa de Platero. Mi nieto observaba y me miraba.
—¿Ese hombre es amigo del burro, yayo?
—Es su dueño —le dije—. Vamos a preguntarle.
—Buenos días, amigo —saludé—.
—Buenas.
—Su burro es amigo de mi nieto. Todos los días venimos a verlo.
—¡Ah! Eso está muy bien. Los niños de hoy sólo saben de perros encerrados en las casas.
—Es raro ver un burro por aquí; creo que es el único.
—Su historia es un tanto extraña. El pobre animal estaba abandonado en Mijas, después de una vida dedicada a pasear turistas por las calles. Su amo lo había dejado morir con tres tumores que le salieron por el cuerpo. Le pedí que me lo diese para llevarlo al veterinario y costear su curación. Así fue. Le hicieron tres operaciones quirúrgicas y ahí está: tranquilo, viviendo los días que le queden en este campito. No le falta agua y comida. Y, si tiene calor, puede ponerse bajo el sombrajo que he armado con esa tela verde y varios palos.
—Es usted un buen hombre —le dije—.
Hubo más días y más encuentros, pero el 20 de agosto llevé a Alberto a despedirse de su amigo Platero.
—Adiós, Platero. ¿Ya no te duele la cabeza?
El burro movió el hocico, lo que Alberto interpretó favorablemente.
—¡Ya no le duele la cabeza, yayo! —exclamó—.
—Desde que eres su amigo está más contento. Creo que tú le has quitado el dolor de cabeza.
—¿Sí, yayo?
—Pues claro, él sabe que es tu amigo preferido.
—¿Preferido?
Platero tiene los días contados, según su protector, y puede que pronto dejemos de verlo. Alberto volverá a rodearse de juguetes de plástico e imágenes televisivas que, sin embargo, no le harán olvidar la realidad vivida estos días mágicos de relaciones con la naturaleza.
Cuando sea un niño mayor le regalaré una adaptación infantil de “Platero y yo”, esa extraordinaria prosa poética de Juan Ramón Jiménez que convirtió en sublime lo cotidiano. Como sublimes han sido los diálogos entre un burro y la inocente imaginación de un niño de dos años.
Las vacaciones familiares llegaron a su fin y debemos preparar la vuelta a la rutina del trabajo. Tres días en semana, Reme y yo volveremos a recoger a nuestro nieto en su guardería y cantaremos juntos “A mi burro le duele la cabeza”, mientras se duerme en su silla de seguridad, probablemente soñando con Platero, que tendrá un lugar privilegiado en sus recuerdos, como aquella burra de mi infancia que aún persiste en mi memoria.

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