Las décadas, 31

60/70, X
21-08-2010.
—¡Vaya la que armaste, Javier! —le reprochó amablemente José Lauro—. Y menos mal que el Centro de Bomberos está a unos pasos de aquí, que si no…
El objeto de la reunión de mediados de diciembre de aquel 1969 era simplemente decidir si alquilaban un nuevo apartamento para seguir viviendo juntos o se iba cada uno por su lado a hacerle frente a la vida.

Se dieron cuenta de que, en cierto modo, habían estado prolongando en Friburgo la vida de grupo a la que se les había acostumbrado en el colegio de Úbeda. Caer en la cuenta de ello no fue fruto de un acto reflexivo voluntario sino, sencillamente, porque una realidad se les impuso de manera brutal. Dos días antes habían recibido de la Agencia de alquileres una carta que terminaba así: «Por lo tanto, disponen ustedes de una semana para abandonar el apartamento. La refección total de la cocina, que correrá a cargo del Seguro, deberá estar acabada para que los nuevos inquilinos puedan instalarse durante la primera semana de enero». ¿Serían capaces de desenvolverse solos?
Javier estaba totalmente contrito. Le dio un trago al botellín de cerveza y, limpiándose los labios con el dorso de la mano, se disculpó por enésima vez, lamentando:
—No sabéis cuánto lo siento. Por culpa mía os vais a ver en la calle…
—¡Tú también, Javier, tú también! —replicó con su habitual sorna Gonzalo Maroto—. ¡Pero qué tío más despistao eres, coño! —gruñó, bromeando—.
—Sí, es cierto. Pero es que me llamó con tanta urgencia Helene, que me olvidé de todo: me puse la chaqueta y salí corriendo al coche…
—Pero hombre, ¡si estabas friendo patatas con cebolla para hacer una tortilla…! —casi suspiró Antonio Pacheco—.
El despiste era uno de los encantos de Javier Tobajas. Y desde que estaba con Helene, su amada enfermera inglesa, la distracción no parecía enmendarse. Javier era de esas personas que, mientras los demás charlaban, parecía izar las velas y evadirse navegando por lejanos mares. Si paseaban en grupo, a veces él seguía andando por la misma acera, aunque los demás ya hubieran doblado por una esquina. Con frecuencia, su mirada se ausentaba a no se sabía qué paradisíacos territorios, de los que sólo volvía cuando oía un ruido o que alguno daba una palmada fuerte sobre la mesa: «Eh, Javier, ¡despierta que ya es de día!», le solía gritar Gonzalo. Cuando regresaba a la conversación de manera imprevista, viendo que los demás lo contemplaban con regocijo, sacudía la cabeza, se coloreaban sus mejillas, sonreía pestañeando débilmente y murmuraba:
—Bueno, pues nada… es que…
—¡Bienvenido seas, Javier! No habrás estado con la inglesita, ¿eh? Venga, cuéntanos qué has hecho —reía, ironizando, Gonzalo Maroto—.
Pero aquel día en que, sentados los cuatro a la mesa del saloncito, releyeron la carta de la Agencia arrendataria, Javier no se evadió ni una sola vez. Realmente se sentía condolido por aquella involuntaria mala jugada que había hecho a sus compañeros. Hubo que decirle y repetirle que aquel despiste suyo no había sido grave y que, en cierto modo, incluso era providencial: los ponía frente a la obligación de seguir juntos o de dispersarse, haciéndose cada uno cargo de sí mismo.
—Por mí, no hay que inquietarse, porque ya sabéis que tengo donde alojarme; además, que Helene está deseando… Pero vosotros…
—No te preocupes, Javier —le dijo alegremente José Lauro—. Yo también tengo dónde pernoctar.
—Ya nos hemos dado cuenta, José —replicó, con ironía, Antonio Pacheco—.
Hacía menos de dos años que José Lauro estaba en Suiza y ya era notorio que se entendía bien con la valenciana Concepción Rull, Conchi, la amiga rica y paisana de Joaquim Roca, Chimo.
Un año antes, a Antonio Pacheco se le retorcían las tripas cada vez que la veía. Le resultaba insoportable pensar que su amigo José Lauro caería también en la telaraña, que sutilmente tendía la embaucadora Concepción Rull a los solitarios estudiantes.
Antonio Pacheco conoció a Concepción Rull a las pocas semanas de llegar a Suiza. En una reunión, se la presentó Paco Álvarez, el asturiano presidente de la Asociación de emigrantes españoles que le había conseguido el puesto de trabajo en La maison du peuple. Ya, entonces, le sorprendió que Concepción le diera un repaso de cada uno de los presentes diciéndole: «Ese es así; aquel es de tal manera. De esa que ves junto a la ventana, no hay que fiarse. Aquel, en cambio, es muy buena persona. Esa, la de falda azul, no vale la pena; y a aquella que tanto se ríe allá, al fondo de la sala, más vale que no la conozcas».
A Antonio Pacheco le pareció un tanto extraño e incorrecto que aquella chica, llamada Concepción, se permitiera juzgar a los demás ante alguien que acababa de conocer. Y, sobre todo, le sorprendió que, acto seguido, sonriera y bromeara con aquellas y aquellos que acababa de criticar. Luego observó que, hablando con otra chica, Concepción dirigía hacia él su mirada. «Probablemente pensó Pacheco, ya le estará diciendo que yo soy de tal o cual manera. Esta muchacha, además de hipócrita, es una intrigante».
Aunque, desde los primeros encuentros, Concepción y Antonio no necesitaron decírselo para comprender que nunca tomarían sopa en el mismo plato, por las tardes solían coincidir en la cafetería de la Facultad y se saludaban a distancia con templada cordialidad. A menudo, Antonio encontraba a Conchi sentada de espaldas a la barra, coqueteando con su corte de admiradores entre los que, invariablemente, se contaban Josep, un catalán regordete y bonachón que estudiaba periodismo; Ueli Müller, un suizoalemán grandullón, sonrosado y miope, que estudiaba abogacía; y, naturalmente, Chimo, su paisano de Valencia.
A poco de conocerla, Antonio Pacheco pudo comprobar que a Conchi la chiflaba verse rodeada de su corte de enamorados. En los momentos que ella consideraba oportunos, Concepción Rull, como delicada princesita en película de Walt Disney, regalaba a cada cual su pábulo; y ellos, como pollitos hambrientos, picoteaban lo que la lozana Conchi les dispensaba con maestría celestinesca: una sonrisa a Ueli por aquí, un pícaro mohín lleno de complicidad a Josep por allá; un pedirle a Chimo que le arreglara el cuello de la rosada camisa… A veces, mostraba desmedida admiración por la elegancia con que estaba vestido Ueli, el futuro abogado suizoalemán; otras, dejaba que Chimo le besara casi con devoción el dorso de su mano; otras, en fin, reía las ingeniosidades del catalán Josep, al tiempo que le musitaba al oído algo secreto, que dejaba boquiabiertos a Ueli y a Chimo. Claro que Chimo era otra cosa. Chimo era un amigo de infancia que, además de piropearla constantemente —«Hoy estás bella y fresca como una rosa, Conchi»—, la ayudaba con sus acertadísimos consejos en materia de maquillaje y perfumería:
Ascolta, Conchi, guapa: te has vuelto a cambiar de perfume sin consultarme; este que te has echado hoy no concuerda con tu personalidad. Te he dicho mil veces —y se daba su palmadita en el muslo— que lo tuyo es Nina Ricci y no Laura Kent.
A Pacheco, aquellos galanteos públicos le parecían ridículos y le ponían de mal humor, no solo porque se percibía claramente que ninguno de los candidatos tenía la menor posibilidad de interesar a Conchi, a no ser que para entretenerla; y, en segundo lugar, porque Conchí era, sí, una chica avispada y rica, pero que, físicamente —pensaba él—, no valía gran cosa.
—No me resigno a pensar que José llegue a ser un tonto más de la cuadrilla —se decía Pacheco—, al lado del suizoalemán Ueli y del catalán Josep.
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