Mal tiempo, y 2

27-03-2010.
Aunque estoy acostumbrado a ello, supe, al escucharte, que el fracaso se consumaba definitivamente. Se puede ser inexperto en el arte del olvido, pero no eternamente; o insensato, hasta que se descubre la cordura; temeroso, pero no hasta el punto de ceder al enemigo el exiguo botín de la propia vida. Yo me he obstinado en negar la evidencia de lo que es puramente claro como las aguas espejantes de las fontanillas. No creo en las leyes que determinan inexorablemente el destino del hombre.

Con tu presencia, la taberna se había transformado en una isla tránsfuga. Blanca como la osamenta de un asno homérico, expuesto a los rigores, y calcinada por el sol. Una isla coronada por un bosquecillo de encinas cubiertas de polvo y abrazada por acantilados ásperos, donde los muchachos, desnudos, buscan, como en un juego, crustáceos de duras pinzas, caracolas y pececillos fugaces, y se entregan a los primeros deleites amorosos.
Por unos momentos, creí ver en ti a Yolao, el de los bucles negros y párpados cansados; a Biaquis, el hijo del perfumista, de ágiles tobillos como los de las muchachas; a Folo, el Bizco, que tenía una suave voz y firme pulso; a Peleo, el Citarista, de delgados muslos y buen nadador; y a Foco, rubio y blanquecino como una cordera lechona. Pude escuchar la música marina y el ruido de los encajes de la espuma destrozada entre las rocas, y percibir el olor de la sabrosa carne de los peces asados en la ceniza al anochecer, cuando los pescadores dejan los aparejos junto a sus barcas y entonan canciones en torno al fuego. Siempre las mismas canciones, las que cuentan cómo las muchachas pierden la doncellez sobre las redes, bajo la luna fecundadora, plácidas y apretadas, con la boca llena de salitre y besos, y los ojos cerrados para no despertar del ensueño. Aún hoy, a pesar de mis achaques, soy capaz de traer a la memoria algunas de ellas; ¿no las ha escuchado alguna vez?:
«¿Qué te pasa? No nos delates, te lo ruego.
Levántate antes de que él llegue.
Ya es de día. ¿No ves el alba en el mar?».
El día en que tú apareciste en la taberna no había sido muy afortunado para mí. Hace tiempo que padezco extraños dolores de cabeza. Como si dentro anidaran alciones que quisieran devorar mi frente. «Ríete de los médicos, que de una simple molestia sacan incurables males», me digo siempre, y hasta el momento bien poco visitador de ellos he sido. Me han certificado que lo mío es del vino, pero yo sé mejor que los médicos que el mal es de otra índole: de una más dolorosa y secreta naturaleza.
Si los héroes prefirieron acogerse al amparo de los dioses para remediar sus debilidades de cuerpo, yo he preferido ampararme en la soledad y en el vino, que no te reclaman ni ritos ni sacrificios. Mucho más ahora, que ya no es tiempo de héroes, joven Cirno, sino de hombres a solas con sus miserias y sus grandezas. Estamos, por fin, en el tiempo de los hombres, a pesar de las leyes de los gobernantes temerarios e hipócritas que hablan con voz de tórtola y actúan como serpientes.
El día de tu llegada, me habían recogido unas putas que frecuentan esta taberna de la puerta de Folegandrio, el Bañero, viejo obeso que, a cambio de un rapado de barba y un baño caliente de sales de Iralea, me pidió unos yambos para enviar a un joven de Megara que suele frecuentar su casa y por el que siente una fervorosa pasión que pretende mantener oculta. Mientras me rapaba, fui componiéndolos. Apenas los leyó, le parecieron obscenos; e indignado por mis palabras y dejándome a medio rapar, borracho como estaba yo y semidesnudo, me arrojó a la calle.
El gusto de los hombres siempre es un enigma y de difícil estabilidad. Y es que todos, sean de la condición que sean, y yo entre ellos, somos miserables y ocultamos nuestras llagas con ropones de lujo. Practicamos todos el arte del disimulo. No se salva nadie, ni los más virtuosos a los ojos del pueblo. Todos los que andamos a la luz del sol: el que unta su cabellera de ungüentos exquisitos de los perfumistas de Esmirna y lava sus sienes en agua de rosa de Pera y viste de púrpura radiante, pagada a buen precio en los mercados de Corinto, el que renuncia a sus bienes y entra al servicio del templo, y aquel otro que busca en el basurero un trozo de col agusanada, cubre de harapos su cuarteada piel y duerme en los portales o entre las barcazas del puerto. Pesa sobre nosotros una gran sentencia del destino que ni a los dioses les es dado mudar.
Con sinceridad, no podría decirte de mí si soy un maldito de las divinidades, porque sería someterme de algún modo a la materia divina, asunto que ha dejado de interesarme.
Te digo que, abandonada Paros, no he sido más dichoso que cuando me han llamado apátrida, porque así, en cierta medida, reconocían mi libertad absoluta.
Son crueles los dioses con los hombres y cobran altos tributos a sus devotos, y estos no lo notan y siguen acudiendo a los santuarios en busca de consuelo, y ofrecen para su gloria los más refinados sacrificios. Es la vida, en definitiva, lo que cuenta para el hombre. Sentirse vivo cada día, dueño de sus actos, certificar que un flujo interior nos vivifica como el jugo de la sabia a los árboles o el aire que circula por sus huesos a las aves. Y cuando nuestra mano se posa sobre las nalgas de una puta vieja, obedece al mismo mandato que cuando recorre los labios frutales de un muchacho que se nos ofrece esquivo en el mercado o sobre las redes podridas del fondeadero. El hombre puede establecer los límites de su propia conciencia sin la imposición tiránica de las divinidades. ¿Me entiendes, amigo Cirno?
Cuando el dolor cede y me abandona en manos del cansancio, levanto, en agradecimiento, un vaso de vino del más barato y agrio, pues ya no puedo pagar los exquisitos, sobre la cabeza de los clientes, y disparo mis versos como se disparan las flechas en la batalla, contra la frente de los desheredados. Siempre hay alguno que gusta de ellos y me paga un nuevo jarro o me sienta a su mesa y comparte conmigo sus ritos de soledad.
Otros andan por ahí, repitiéndolos como si fueran propios, reformados, transformados, rehechos, deshechos, según sus propias miserias. Pero yo los reconozco nada más oírlos y los escucho como un eco enmascarado de mí mismo. Este vocerío indecente, si bien no me consuela, me permite brindar por mi fama futura sin necesidad de que se ocupen de mí los sabios de las academias.
—¿Brindas conmigo?
A veces, cuando el dolor supera las pocas fuerzas que me quedan, me ovillo en un rincón, como un gato enfermo, finjo la muerte o la deseo. Y ansío la espada salvadora, la saeta certera o la daga infame y oculta en cualquier calleja que busque en mi costado el hueco de mi corazón. Hasta el momento sólo he encontrado un vaso de vino agrio y las carcajadas de los insolentes. Yo, por contra, sé que otros hombres están tan malheridos como yo.
—¡A tu salud!, y que Dioniso te conceda el don de la alegría.

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