Palomas, 2

26-03-2010.
Cagadas no podían faltar en el banco de piedra, lo que me impidió sentarme de inmediato. Saqué un pañuelillo, ya algo utilizado y, por lo mismo, doblado para no mostrar contenidos infectos, con el que traté de despejar la zona apta para recibir mis posaderas. Un suspirillo se escapó de mis labios, al realizar la maniobra de atraque.

Mis pies tropezaron con algo duro y sonoro, con sonoridad alegre de ruedo por el embaldosado, y resultó que era una litrona que se alojaba debajo del asiento. Explorando someramente, descubrí también restos de bolsas de chucherías, algún trapo que no quise identificar, una deteriorada y ya muy deforme jeringuilla y, ¡oh, sorpresa!, un librillo de cubierta color grana desvaído que, con cierto trabajo y prevención de no tocar la jeringuilla, extraje de su lugar.
De la flexión se me nubló la vista, al recuperar la posición vertical, y noté cómo las palomas de la plaza se acercaban subrepticiamente a mí. Con cierto pánico, moví el pañuelo, descubriendo así sus contenidos poco limpios, aunque creo que ello sirvió para que desistiesen del intento.
Me vinieron a la mente cadáveres tendidos en cunetas y campos a los que las aves sacaban los ojos, picaban los labios, husmeaban en el interior de sus oídos, de sus heridas… Los muertos que nadie enterraba en tiempos de terror y de guerras. Los años de plomo y de hierro.
Aquel espacio abierto, en aquella ciudad tan antigua e imperial, tan leal y noble como para mostrarlo en su blasonado escudo, había visto y contenido de todo. No siempre había sido tan noble e ideal, tan inmaculado. En las plazas de todas las ciudades y pueblos, en sus lugares de reunión y de festejo, también se producían las ejecuciones, los autos de fe, los linchamientos y muertes, en cuanto se exaltaban los ánimos. Allá arrastrarían a las acusadas de brujas, en vejatoria desnudez, por lujurias de represores y reprimidos, que mezclaban la excitación de la sangre y la violación mental en grupo con sus pechos, atrayendo las asquerosas miradas de tantos vecinos. Los cepos para ladrones, con el muñón de la mano recién cortada, en vivo, para regocijo de chicuelos, que les lanzaban porquerías, y mayores complacidos ante la realización de la justicia. Los mercados semanales con su escandalosa y vocinglera plebe, los olores, no todos de especias ni perfumes, las bostas de los ganados mezcladas con restos de verduras ya podridas. Quizás Rinconete y Cortadillo, corriendo entre las gentes, perseguidos por el guindilla canallesco. Las jaulas.
Las palomas se adaptan a vivir en las jaulas. No añoran su libertad, porque entienden que se les proporciona el alimento cómodamente para ellas. Ahí metidas, se limitan a zurear y, de vez en cuando, hacen gimnasia de sus alas, en remedo de intento de levantar el vuelo. Si se las suelta, luego vuelven al nido, a la dulce prisión, cómoda. Además, se les limpian las heces, ¿qué más quieren…? Algunas caen para el puchero, mas ellas no cuentan con pensar en estos desastres, esos diezmos: «Bueno, no me tocó esta vez». Las que intentan justificarse, adoptan ciertas habilidades, porque así se saben preciadas, y entran en el mercado de esclavos, compraventa de especies y de razas más o menos autóctonas. Algunas salen díscolas y descocadas, arriesgadas tras un macho hermoso que les mueve con gracia su cola. Pobrecitas: no saben que el macho es un mercenario traidor que las llevará a otra prisión distinta, al harén de otra casa, de otro terrado, de otro palomar. Urbanas inocentes.
Sopla un vientecillo suave, pero fresco, que me obliga a volver otra vez a mí, en la plaza orgullo de la ciudad, indispensable para las visitas de turistas nacionales y extranjeros. Nido también de palomas diarreicas y de guías turísticos inmisericordes. Tengo entre mis manos el librito encontrado, de duras tapas forradas de tela grana desvaída, raída también, con señales de años y maltratos. No tiene título grabado. Las hojas están deformadas por la humedad, manchadas; pero las letras impresas, diminutas y de tipos fuera de uso, pueden leerse bien. Es un libro religioso.
Ahora caigo en que en la plaza hay una monumental iglesia, convento o catedral; no recuerdo qué categoría tiene. Por delante del banco debieron transitar clérigos o monjas de la misma; incluso, puede que alguno se sentara acá para sus meditaciones personales, para levantar consultas de beatas o tratar de llevarlas a lugares más discretos; muchas procesiones discurrirían, haciendo sonar sus campanillas, tambores, cánticos y banderas hacia el recinto sagrado y sacarían del mismo, en angarillas o tronos, las reliquias o imágenes de la devoción y de la santería populares. Idolatrías.
Entonces, las palomas de la plaza huyen o se recogen en los aleros y tejados de los edificios contiguos, pues saben que de abajo para arriba surcarán el espacio uno, dos, tres y más sonoros y escandalosos cohetes, acompañamiento usual de estas manifestaciones de fe.
Cohetes, pólvora sarracena, costumbre de infieles que clamaban a su Dios o intentaban asustar a los demonios. Los ángeles y santos deben llamarse a rebato, cuando las salvas resuenan por los aledaños y desde el centro de esta plaza; insistentes explosiones, remedos de proyectiles antiaéreos. ¿Tratarán, sin saberlo, de derribar a las voladoras palomas? Vano intento.
Me levanto y siento acolchado mi trasero tras la permanencia en la dura piedra. Intentando calentar los atrofiados músculos, voy hojeando y ojeando las páginas, donde se representan diminutos grabados de cruces, coronas de espinas, rostros del Cristo o de la Virgen siempre llorosos o doloridos, flores de azahar, de lis, corazones ardientes o traspasados. Inician los escritos, que parecen ser oraciones o cánticos, o los terminan. Me tropiezo casi en una losa mal trabada, levantada y debo poner más atención en mi caminar. Me rodean setos bien cortados que encierran árboles ahora pelados, desnudos en un invierno que se les va a ir, pero que todavía no quiere dejarlos. Los árboles sueñan con los pájaros que se alojaban en sus ramas, entre sus hojas, no en las pérfidas palomas. Las palomas no aman a los pájaros y menos a los árboles.
Dédalo e Ícaro quisieron volar como los pájaros, como las aves. Desde su encierro no veían ni árboles ni pájaros, pero podían tener, encerradas en sus jaulas, palomas. Y los engañaron, sí; las primas de las gaviotas les hicieron soñar con el próximo e intenso azul del mar; tal vez, hasta les imitaron el graznido de las gaviotas. Dédalo e Ícaro ansiaban la libertad. Soltaban alguna paloma y observaban su vuelo, cómo lo levantaban, la altura conseguida, la vuelta, pues ella volvía siempre. La tocaban y apreciaban su anatomía, la tersura de su plumaje, su entramado, consistencia y distinta forma, según la parte del cuerpo donde se encontrase. Dibujaban en la arena las trazas esenciales de esas estructuras volantes. Acumulaban datos y pensaban, pensaban en poder volar.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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