Las décadas, 13

19-03-2010.
Mágina, 13
Aquel lunes 4 de abril, a las diez de la mañana, tenían lugar los exámenes escritos de Literatura del Quinto curso de Magisterio. Cinco minutos antes, todos los alumnos esperaban en el pasillo a que el padre Nieto llegara y abriera la puerta de la sala. Parecían estar serenos. De vez en cuando, tosían. Algunos daban unos pasos, mirando al suelo como si rastrearan algo; otros parecían buscarlo en el techo del pasillo. Todos se movían con los brazos cruzados o las manos enlazadas a la altura del trasero. El silencio era total.

Como la puerta de acceso al edificio, orientado este-oeste, estaba abierta, por ella entraba un huracán de luz y un airecillo tibio que ya olía a primavera. De pronto, se vio un haz de sombra que avanzaba sobre las baldosas del pasillo e inmediatamente, con el sol a su espalda, apareció la figura del jesuita. En su mano traía su cuaderno de pastas verdes y un libro para leer. Dijo sonriendo «Buenos días a todos», se puso de espaldas a la entrada de la sala, abrió una hoja de la puerta y, con un gesto de la mano, añadió «Vayan entrando y colóquense donde quieran». Poco después, sentados en unas espaciosas sillas con alargado y ancho brazo derecho de madera que hacía de escritorio, los alumnos redactaban las respuestas. El padre Nieto ni les hacía caso. Parecía inmerso en la lectura de una novela que acababa de abrir.
Mucho le había extrañado al jesuita, ex legionario, la fácil captura del Coíno durante aquel viernes, después del almuerzo, cuando hacía su recorrido cotidiano por el recinto de las naves de los Profesionales. Le sorprendió que, a unos veinte metros delante de él, surgiera de pronto el muchacho, se acercara a la esquina y se dispusiera a hacer sus necesidades menores. Podría jurar incluso que a él lo había visto. Y se extrañó de que, cuando llegó casi a su lado y le increpó: «¡Pero qué estás haciendo, Coíno?», este balbuciera, mientras cerraba tranquilamente la cremallera de la bragueta:
—Nada, nada. Usted perdone…
—Bien —le respondió el jesuita con aspereza—; pues ya sabes lo que hay: el domingo, después de la comida, te espero en mi cuarto. Te quedarás sin paseo y sin partido.
Mientras el Coíno se alejaba, el padre Nieto comprobó algo que no hizo sino aumentar su perplejidad: en el suelo no había señales de orina. Pensativo, el jesuita inspector continuó su recorrido por las naves de los Profesionales.
El cuarto del padre Nieto estaba en el segundo piso, haciendo esquina con la fachada, justo antes de la torre de la iglesia.
—Deja la ventana del cuarto entreabierta para que yo sepa que ya estás allí —le había dicho al Coíno su amigo de Magisterio, tras el entrenamiento del sábado—. Y cuando puedas, lanza por la ventana el papel de las respuestas, bien enrollado y atado. Yo pasaré cada cuarto de hora, a partir de las tres. Seré muy puntual. Y recuerda que, probablemente, las preguntas están escritas en un cuadernillo con pastas verdes.
Eran las dos y veinticinco de la tarde, cuando el padre Nieto entraba en su cuarto, acompañado por Antonio Lanzat. Al Coíno le pareció que la habitación presentaba un orden y una limpieza impecables.
—Ahí tienes sobre la mesa una novela de Camilo José Cela y, a su lado, unas cuartillas por si necesitas tomar apuntes. Yo estaré de vuelta sobre las cinco y pico —ya cerraba el jesuita la puerta, cuando se volvió para añadir—. Si tienes sed, puedes utilizar alguno de los vasos de plástico que hay en el lavabo. Hasta pronto —y se oyó el chasquido metálico de la llave al dar la vuelta en la cerradura—.
Menos de cinco minutos estuvo el Coíno observando el cuarto del padre Nieto, antes de decidirse a buscar el papel de las preguntas o el cuaderno de las pastas verdes. Cogió la novela que estaba sobre la mesa, se fue hacia la ventana y leyó el título: La familia de Pascual Duarte. La ojeó sin mucha curiosidad. Se detuvo en la Dedicatoria, que le hizo sonreír: «Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera». Pensó que, a las tres en punto, su amigo de Magisterio pasaría bajo la ventana. Quedaban casi treinta y cinco minutos. Dejó la ventana entreabierta y, puesto que a primera vista en el cuarto no había ningún indicio de lo que estaba buscando, decidió empezar la pesquisa de la manera más lógica: abrir el cajoncito del escritorio. Se sentó enfrente y, acto seguido, tiró del pequeño pomo de madera sin percatarse de que, en ese momento, una finísima hebra de hilo blanco se despegaba del cajoncillo y caía al suelo. Allí estaba, al lado de unos lápices de colores, el cuadernillo de las pastas verdes. Lo sacó cuidadosamente. Una estrecha franja de papel rojo indicaba la última página escrita. Por ahí lo abrió el Coíno y vio que en la página de la derecha estaba escrito con tinta azul y con mayúsculas: «PREGUNTAS PARA EL EXAMEN DE LITERATURA‑QUINTO CURSO». Debajo y entre paréntesis «(Lunes, 4 de abril)». Cerró el cajoncillo, acercó a la mesa la silla en la que estaba sentado, colocó el cuaderno a su izquierda y se dispuso a copiar, en una de las cuartillas, las diez preguntas enunciadas en los diez primeros renglones de la página. «Esto está hecho en un abrir y cerrar de ojos», se dijo Coíno, mientras escribía las preguntas del examen en un trozo de cuartilla con minúscula y clara letra.
Cuando, como prometiste, pasaste a las tres en punto bajo la ventana del cuarto del padre Nieto, viste que, desde ella, una mano dejaba caer un pequeño bulto blanco que rebotó un par de veces por el suelo. Lo recogiste rápidamente, lo introdujiste en tu bolsillo y dijiste:
—Bueno, ahora sólo queda reunirme con los compañeros de curso y ponernos de acuerdo sobre cómo hay que proceder.
—¿Has pasado calor?
Eran las cinco y media de la tarde, cuando el ex legionario se alzaba un lado de la sotana hasta la cintura, metía su mano en el bolsillo del pantalón, sacaba una llave pequeña y la introducía con presteza en la ranura de la puerta de su cuarto. Empujó a la puerta y, viendo que la ventana estaba entreabierta, le dijo al Coíno:
—¿Has pasado calor? —repitió el jesuita—.
—No —respondió Antonio Lanzat, sorprendido por habérsele olvidado cerrarla—. Era para que entrara un poco el aire —añadió, sin mucha convicción y ya puesto de pie—.
—Ya, ya… —dijo el jesuita, mientras cerraba la ventana y, con tono socarrón, inhabitual en él, continuó—. Le hemos ganado cinco a cero a Sabiote —y mirando a través de los cristales, como si buscara algo en la explanada, añadió con cierto retintín—, lo cual significa que la ausencia del capitán no se ha notado nada.
—Es normal —respondió tranquilo el Coíno—. Nuestro equipo es bastante superior al de ellos —y, señalando con la mano el libro de Cela, agregó—. Me ha gustado mucho La familia de Pascual Duarte; es una historia terrible…
—Efectivamente. Fue la primera novela del entonces joven gallego, Camilo José Cela. Tenía veintitantos años. Pero no pienso interrogarte —y ante el rostro de sorpresa del Coíno, continuó, mirándolo con maliciosa ironía—. No lo pienso hacer, primero, porque supongo que has hecho bien tu trabajo; segundo, que la penitencia ya la has pagado, no jugando en Sabiote; y tercero, porque ya es casi la hora de la Meditación y no quiero llegar con retraso.
Cuando Antonio Lanzat cerraba la puerta del cuarto, tras desearle las buenas tardes al jesuita ex legionario, este recogía una fina hebra de hilo blanco que estaba en el suelo, justo debajo del cajoncillo; luego, abrió el cuaderno de pastas verdes por la página señalada con la franja de papel rojo y comprobó que se había desplazado la minúscula viruta que él había colocado en el centro de la página. No le fue difícil deducir que el Coíno había estado curioseando en el cajón y abierto el cuaderno de pastas verdes por la página donde estaban escritas las preguntas del examen de Literatura. Sus sospechas, pues, se iban confirmando. Mientras se dirigía a la iglesia para la Meditación, empezó a atar hilos o, como él decía, «a sumar anomalías» que, según él, eran las siguientes:
1) El profesor Domínguez le había comentado, durante una reciente comida, que el Coíno y su ex compañero de curso de Magisterio siempre viajaban juntos en el autocar con el equipo de la selección Safa; por lo general, se colocaban en el centro del autobús y sus conversaciones eran distendidas, alegres e incluso llenas de bromas y carcajadas, que animaban el ambiente durante el viaje. «Mucho me extrañó —le dijo Domínguez— que en el viaje de vuelta de Jódar se sentaran en los últimos asientos y se pasaran todo el trayecto discutiendo en voz baja; y, sobre todo que, cuando llegamos al colegio, se separaron con caras de pesadumbre. Algo extraño —concluyó Domínguez— estaba ocurriendo».
2) «Yo mismo —se decía el padre Nieto, cuando entraba en la iglesia para la Meditación— me sorprendí el otro día, cuando, a la salida de la misa, los dos amigos dejaron de hablar y se separaron bruscamente, al ver que yo estaba detrás de ellos».
3) Lo que de verdad le hizo levantar sospechas, al jesuita ex legionario y actual inspector de los Profesionales, fue lo fácil que le resultó sorprender al Coíno transgrediendo la famosa norma educativa. Él, que era un muchacho noblote, sincero y, al mismo tiempo, cauto e inteligente, ¿por qué hacía esa chiquillada?; ¿por qué se dejó cazar?; ¿qué escondía aquel gesto?; ¿por qué ese encierro voluntario en el cuarto del inspector‑entrenador, sabiendo que él estaría ausente?; ¿qué había en el cuarto que pudiera interesar al Coíno y a su amigo de Magisterio?
4) Y, finalmente, ¿por qué el Coíno había hurgado en el cajón del escritorio? ¿Pura curiosidad?
La única respuesta razonable a todos estos interrogantes ‑meditaba el padre Nieto‑ estaba, probablemente, en el cuaderno de las pastas verdes, que contenía, entre otras cosas, las preguntas de los exámenes de Literatura de Quinto curso. No cabía la menor duda de que, durante su ausencia, el Coíno había “visitado” el cajón del escritorio y abierto el cuaderno por la página de las preguntas; ello lo demostraban, uno, la caída del hilo blanco que él mismo había pegado al filo del cajón; y dos, el desplazamiento de la viruta que también él había colocado en el centro de la página. En consecuencia, no era difícil suponer, pero sólo era una suposición, que el Coíno podría haber hecho una copia de las preguntas de los exámenes y que la habría arrojado por la ventana, para que la recogiera en la explanada su compañero de Magisterio. «Porque —se decía para sí—: cuando abrí la puerta de mi cuarto, la ventana que da a la explanada estaba entreabierta». Y, sonriendo, concluyó: «Como se dice en las películas policíacas: ¿a quién aprovecha el crimen?». En este caso, la respuesta era clara: a los compañeros de Magisterio de Antonio Lanzat, el Coíno, que tenían examen de Literatura al día siguiente, lunes, a las diez de la mañana.
Al terminar la Meditación, el padre Nieto se santiguó, al tiempo que se levantaba del reclinatorio. Mientras se acercaba al comedor para la cena, se iba diciendo:
—No pienso cambiar absolutamente nada. Voy a jugar el juego hasta el final y ya veremos quién consigue llevar el gato al agua.
Para el ex legionario, aquello era como un pequeño reto, un pulso que le echaban sus alumnos de Literatura de Quinto curso de Magisterio. Terminada la cena, subió a su cuarto, se aseó, abrió las Poesías completas de Antonio Machado y estuvo leyendo, echado en la cama, hasta media noche.
[…]
Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
la malherida España, de carnaval vestida,
nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda,
para que no acertara la mano con la herida.
Luego apagó la luz, mientras balbucía el Padre nuestro.

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