Las décadas, 01

21-12-2009.
PRÓLOGO
Caro e hipotético lector (digo caro, ‘querido’, porque llamar así al lector es una vieja costumbre y yo soy amigo de respetar las que me parecen ser buenas; y porque deseo agradecerte que seas la segunda persona que lee este escrito; sí, porque, naturalmente, el primero en leerla he sido yo. Pero añado hipotético, ‘posible’, porque no se da por descartado que yo sea el primero, único y último en hacerlo; y no vale la pena explicar el porqué…), me dirijo a ti porque me parece necesario hacerte una serie de aclaraciones para la comprensión correcta de lo que viene después (digo una serie, porque todavía no sé cuántas serán; y como no me gusta volver atrás cuando escribo…). Helas, pues, aquí:

1) Que quien este Prólogo escribe no desea por ahora ser conocido por su nombre y apellidos; confórmese el lector con saber que es el mismo arquitecto de cuya existencia nos da cuenta la Nota del Bibliotecario que está al final de la narración titulada Mi abuelo me contaba.
2) Que escribo este Prólogo porque, antes de proceder al derrumbamiento de la casa, de la cual también da noticia la citada Nota del Bibliotecario, he tenido la suerte de encontrar los dos cuadernillos que podían considerarse como la continuación de la historia referida en el primero. Creo haber tenido suerte, porque la semana próxima vendrán los familiares cordobeses de los antiguos propietarios para desalojar la casa de cabo a rabo.
3) Quizás el curioso lector desee conocer más datos referentes a la cuestión de esta casa que he venido a reconstruir y en la que he encontrado los cuadernillos que narran LAS DÉCADAS. Pues bien, vengo a este pueblo de la sierra de Córdoba, llamado Villajara, porque en él mi cliente y acaudalado amigo Jorge Juan Rentería ha comprado, con sus hermanos, una casa y me ha encargado transformarla, de manera que el exterior siga siendo como el de una casa de vecinos de Villajara, pero que el interior contenga media docena de pisos con solo dormitorios y cuarto de baño. Conocí a Jorge Juan hace unos cinco años en una cafetería madrileña, cercana a Caballero de Gracia. Él estudiaba abogacía y yo arquitectura. Él ha nacido en Madrid, pero sus padres eran jarotes, como se les llama a los vecinos de Villajara. Por cierto, que hoy viernes he venido por la mañana en el coche de Jorge Juan, aprovechando que este deseaba tantear posibilidades y presupuestos para participar con sus hermanos en una montería que les prepara no sé qué viejo administrador de bienes de unos grandes terratenientes de este pueblo. Y, de paso, visitar a unos parientes en cuya casa se aloja. Como conozco bien a los Rentería, puedo afirmar que ha sido más bien «el amor a la caza», como Jorge Juan dice, lo que ha motivado la compra y restauración de esta casa. Es él quien ha tomado la responsabilidad de rehabilitarla y de que yo sea el arquitecto encargado de hacerlo; pero la propiedad está a nombre de los tres hermanos Rentería.
Como dispongo de algo más de un mes para establecer y presentar a mis clientes los planos definitivos del proyecto, he considerado que es suficiente venir a Villajara sólo los fines de semana. Salgo de Madrid los viernes hacia mediodía, almuerzo siempre en un restaurante que hay a la salida de Puertollano y, hacia las cinco de la tarde, estoy en la habitación que tengo alquilada en la hostería de Villajara, llamada “El Pelao”; me tomo un café en su bar y después me voy a echarle una ojeada a la casa que tengo que reconstruir. Ceno temprano y luego me encierro en mi habitación, para resumir los apuntes y notas que me permitirán avanzar en el proyecto. Luego, ya en la cama y hasta que me entra el sueño, me dedico a la lectura. Hoy, sin embargo, tras el almuerzo, he salido a pasear, mientras Jorge Juan está con sus primos. El pueblo, de unos diez mil vecinos, ofrece una vida social y económica relativamente dinámica, por lo que se parece muy poco al de ese ambiente un tanto rural, descrito en el cuadernillo de la Primera Década y tituladoMi abuelo me contaba. Casi instintivamente, me dirigí hacia la parte sur, donde se encuentra el barrio de El Regagito y, bajando por la calle Concejo, desemboqué en el inicio del Paseo de la Estación. La estación de ferrocarril (hasta donde subían el abuelo y el niño), ya no existe; el famoso Paseo de la Estación ha sido totalmente remodelado: tiene dos carreteras laterales por las que discurre un tráfico importante; los eucaliptos han sido sustituidos por largas hileras de acacias (aquí estaría la fuentecilla de granito con perinola en el centro), y los bancos de piedra han desaparecido (por aquí estaría el banco donde se sentaban el abuelo y el niño a contar los vagones). En las calles, que ahora están todas pavimentadas con adoquines de granito y ofrecen alumbrado eléctrico moderno, a los carros han sucedido los automóviles y ya es raro ver a niños jugando fuera de los patios o de las pequeñas explanadas de sus colegios. El cuartel de la Guardia Civil (de aquí saldría el tío Fernando para la cárcel de Jaén y no volvería nunca más)ha sido trasladado a la entrada oeste del pueblo; la Plaza del Ayuntamiento es ahora llamada Plaza de la Constitución (aquí tuvieron lugar las escenas del “camión de los muertos”) y donde estaba el bar de Bernardino (aquí se reunían el médico, el boticario, el “Vinagre” y los dos administradores de los terratenientes del pueblo y desde aquí mataron con escopetas de caza a uno de ellos), se ha instalado una sucursal de Banesto.
Dicho esto, y para terminar, quizás le pueda parecer bien al lector que se le dé cuenta y razón de cómo han llegado a mis manos los dos cuadernillos. Ha sido esta misma mañana: nada más llegar a Villajara, sería mediodía, le pedí a Jorge Juan que me dejara en la misma puerta de la casa de la calle Concejo, mientras él iba a la de sus familiares. Casi de manera mecánica, tocaba con los nudillos los muros de contención de la planta baja y anotaba en una hoja cuáles habría que conservar. Como ya había leído El abuelo me contaba del primer cuadernillo, me acerqué a la habitación en donde el nieto pasaba sus siestas, observando tras las celosías de la ventana a las modistillas. Empujé la puerta. Una luminosidad radiante se volcaba por la ventana que da al patio. Frente al lugar donde estuvo la cama del nieto, había una elegante cómoda de color beis con tablero de mármol blanco y cuatro grandes cajones; debajo de la ventana había una mesa camilla y, justo detrás del primer tabique, un pequeño mueble biblioteca; en él, pensé, pueden estar los cuadernillos. Inútilmente abrí una caja de madera en la que, mezclados con otros papeles, había unos libros; y removí las prendas de vestir que en el mueblecillo había. Miré de nuevo la cómoda y una especie de imantación me empujaba hacia ella. Intenté, sin resultado, abrir el cajón superior y luego, tirando de las doradas anillas laterales, abrí los tres restantes que estaban debajo, en los que solo encontré sábanas y manteles. Recordé de pronto que, para abrir el cajón superior en ese tipo de cómodas, era necesario accionar una trampilla, a la que se accedía por el cajón inmediatamente inferior. Efectivamente, unidos por una cinta elástica y entre un gran desorden de documentos, diplomas, medallas honoríficas y papeles oficiales, había dos cuadernillos similares al que encontré hacía una semana en la cámara de la casa; con cierta emoción los liberé de la cinta elástica, levanté la pasta negra del primero y pude leer en su primera página: TERCERA DÉCADA; y en la primera página del otro cuadernillo, este con pastas rojas, se leía: SEGUNDA DÉCADA. Al rodearlos con la cinta elástica para colocarlos en mi maletín, noté que en la pasta de cierre había una pegatina que decía, «Livrairie A. Dubois, 3 rue de l’Université».
4) Más complejo es, sin duda, justificar por qué he decidido enviar a la página web de la Asociación llamada AASAFA los capitulillos de esta SEGUNDA DÉCADA. Sencillamente, porque se me olvidó decir que al final de cada capítulo de la Primera Década, titulada Mi abuelo me contaba, había una frase que, por estar escrita con lápiz, parecía algo borrosa y decía más o menos así: «Terminado: mandarlo al amigo presidente para la página web de AASAFA», lo que parece significar que el autor de dicha Primera Década enviaba cada capítulo a la página web de no sé qué Asociación AASAFA. Mediante Google he podido averiguar a qué corresponden dichas siglas y, sirviéndome de Skype, he podido contactar con su presidente. Le he contado lo que aquí digo y le he añadido que, respetando la voluntad del autor, estaba dispuesto a enviarle por correo electrónico los capitulillos de Mi abuelo me contaba, subrayando además que estaban en mi poder los otros dos cuadernillos. Cuál no sería mi sorpresa, cuando el presidente me respondió que hacía como una semana que ya había editado en la página web de la AASAFA toda la Primera Década, añadiendo que el autor le había prometido, hacía tiempo, enviarle las Décadas siguientes pero que, por el momento, no encontraba los cuadernillos en donde las había escrito. Muy amablemente, el presidente me propuso que me hiciera Socio Simpatizante de la AASAFA; acepté, con lo cual tendré acceso a su página web. Yo esperaba también que admitiría mi propuesta de editar, capítulo tras capítulo, las Décadas segunda y tercera, pero me respondió, haciendo alarde de probidad y mesura, que es de justicia ponerlo primero al corriente de la cuestión, ya que a él le toca la decisión última. Con lo cual estoy completamente de acuerdo. Aceptando mi petición, el señor presidente me facilitó el número de teléfono del autor, que por cierto vive en el extranjero, e inmediatamente contacté con él por Skype, me presenté y se emocionó mucho cuando supo que yo era el arquitecto encargado de la reconstrucción de su antigua casa de la calle Concejo. «¿Se conservará el pozo, los arriates del patio, la parra, las arcadas del pasillo central?», me preguntó. «Todo no será posible», le contesté. Le conté cómo encontré los cuadernillos y que estaba dispuesto a enviárselos. Me dijo que tenía fotocopia del primero y que por eso se pudo editar en la página web de la AASAFA; pero que los otros dos, efectivamente, se le olvidó recogerlos en la cómoda de su casa de Villajara, cuando fue a firmar las actas de venta hace un par de años. «Estuve en el pueblo casi tres meses —me dijo— y entonces escribí Las Décadas en los cuadernillos. Quizás sea un signo del destino el que los haya olvidado en la cómoda. Puede usted hacer lo que quiera con ellos; ahora dedico mi jubilación a los nietos, a ordenar y completar mi colección de sellos y, con la vuelta a la pintura, ya no me queda tiempo más que para leer por las noches la página web de nuestra Asociación. Envíele los cuadernillos a Pepe Berzosa, el presidente de AASAFA; él los editará y yo los leeré con gusto. Ahora mismo le escribo a Pepe un e-mail para pedirle que acepte lo que le he dicho. Buenas noches».
Pasado mañana, ya de vuelta en Madrid, le mandaré este Prólogo al presidente y editor de AASAFA como preludio a los capítulos de la Segunda y Tercera Décadas. Espero lector que te sirvan de entretenimiento si es que las lees. De la Safa y de tu tiempo hablan. Y de personajes que aparecen en este Prólogo.
Nota bene: Aprovecho la ocasión para desearles alegres Pascuas navideñas 2009 a los hipotéticos lectores de lo escrito. Vale.
***
Nota del Redactor Jefe:
Tengo que aclarar que la continuación de lo ya editado sobre “Mi abuelo me contaba”, de Antonio Lara, la estoy recibiendo ahora de parte de un arquitecto (para mí, desconocido), quien me dice que encontró los dos cuadernillos que completan dicha narración y que Antonio olvidó en su antigua casa (la que el arquitecto iba a restaurar).
Es norma, adoptada por nuestra Asociación, que en nuestra página web solamente podemos editar los escritos de nuestros asociados. Aquí se me presenta el dilema: quien me envía los escritos no es asociado nuestro; pero el autor de los mismos sí lo es. Y tengo otra duda: yo no puedo garantizar que los capítulos de “Las décadas” se correspondan exactamente con los que su autor dejó estampados en sus olvidados cuadernillos. Digo esto, porque publico el primer capítulo de esta Segunda Parte a continuación de esta nota, aunque he detectado en él un importante cambio de estilo con respecto al de “Mi abuelo me contaba”. Inmediatamente se lo he comunicado por correo electrónico a Antonio, quien me ha respondido que confía totalmente en la honestidad intelectual del arquitecto-transcriptor de sus manuscritos. Por ello, me ha parecido justo que se siga conservando la foto y el nombre de Antonio Lara Pozuelo en estas segundas narraciones, que siguen incluidas en el apartado Parte de nuestra historia.

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