10-12-2009.
[…] y el corazón que ama,‑fray Luis lo dice‑
sabe abrir y cerrar cielos y tierra con su llave.
sabe abrir y cerrar cielos y tierra con su llave.
Siempre esperó a sus hijos… Porfiado, se los pedía a Dios… Y Dios aquí estuvo complaciente y manirroto. Si no en el número, sí en la hechura. Superó en mucho el diseño de Burguillos. Que en belleza, simpatía e inteligencia eran tres soles. Nunca le cansaron. Con ellos jugaba y se peleaba como un crío más. Y ellos siempre se acogían confiados, seguros, a su cariño y capacidad educativa.
Se le echaban encima los setenta. En tanto tiempo, había ampliado el paraguas del aguante y la sofrosine. Hombre gris, no esperaba presentes ni sorpresas. Y sí: hubo sorpresa. ¡Sonada! A media voz y en la media noche, supo Burguillos que le dejaban solo. Adivinó o tuvo certezas de que perdía de raíz a sus niños. Esto sucedió en la madrugada del ocho de febrero de 1994. Fue su presente en el setenta cumpleaños. Sabiendo que todo era inútil, nada intentó por suavizar la ausencia drástica, cruel… Para Burguillos, este secuestro, fue la mayor miseria que le zurció la vida.
La desgracia y la soledad le atoraban. Ni el repudio ni el olvido que le recomendaban quienes conocieron su pena, le servían. De repulsa, ¡nada! El odio, aun apartado el Evangelio, nunca es rentable. Es trastocar al ser humano su destino natural: el amor. Y ello siempre hunde el corazón en la ciénaga de la amargura.
¿Borrar del mapa de su vida a esos niños? ¡Jamás! Si ellos, después de sus padres, fueron el gran regalo de la vida… ¿Por qué tenía Burguillos que desamorar a quienes tanto amara y tanto cariño le dieran?
El corazón y la memoria no son macetas donde, a capricho, se mudan las flores. ¿Cómo arrancar él de sus subsuelos a su Capi del alma y a sus hermanos? Era, a sus años, descapitalizarse la vida de valores insustituibles. Fue algo así como varear con saña un rico frutal florecido. Con ellos se le fueron la alegría y la ternura, que eran como su pan de cada día. Y el gozo y la luz de su madurez.
Y decidió seguir en el camino real del amor. Pensando en ellos se acostaba. Soñando con ellos dormía. Y al levantarse, cada día, ¡desde la terraza!, buscaba sus ventanas. Y en cada rincón de la casa, en el invernadero, en el cuarto de estar, en la salita de lectura, se le alzaban sus recuerdos. Vivos y bellos como bandos de mariposas. Rezumaban ternura, encanto. Y Burguillos se consolaba en ellos.
Nietzsche medía a las personas por la capacidad de soportar la soledad. Y acaso también fuera él quien dijo: «Soledad o vulgaridad». Por más que amara y necesitara la soledad, Burguillos no se consideraba un solitario. Que caminos, oportunidades y amigos no le faltaban. Y, aunque ya era de atardecida, Majadahonda, Madrid, Roma, La Mancha… le ofrecían jugosos quehaceres, cálida y leal convivencia.
Se tomó tiempo para lamerse las llagas. Y en tanto cicatrizaban, asumió la condición humana. Y casi sin sentirlo, tras la fuga de su gente, se avino con la soledad como fértil y benévola compañera. Inspirado en su paz silenciosa, adecuó la casa a su gusto. Abierta estaba a quien le complaciera con su presencia y amistad. Y ella, la soledad, le estimuló a dar salida y tiempo a algunas aficiones dormidas… Y a atender y explorar autores desairados, aburridos en lista de espera. ¡Oh, los libros! ¿Quién con libros selectos se siente solo? ¿Y quién, con cera para modelar, amigos a quien recibir y escribir, proyectos que madurar y flores para cuidar, se puede aburrir? A veces se entretenía muy a gusto, buscando y hablando a Dios…
La terraza y el invernadero eran un pensil. Las plantas, como todas las cosas bellas, reclamaban atención, mimo. Nada les faltaba. Agua, sol, nutrientes… Abejas, mariposas. Y recordando que
Una vez un ruiseñor,
con las claras de la aurora
quedó preso de una flor,
lejos de su ruiseñora,
con las claras de la aurora
quedó preso de una flor,
lejos de su ruiseñora,
cubrió la terraza toda con red pajarera. Y les regaló a sus flores toda una fiesta de trinos y revuelos policromados: canarios, jilgueros, pardillos, luganos, tórtolas… Cantos y aromas. A veces, el concierto de trinos era un guirigay… Y entonces, más que rizarle el silencio, se lo acribillaban. Lo despertaban muy de mañana. Y le recordaban a Zorrilla:
Yo vivo entre flores y duermo entre aromas;
mi kiosco perfumo con índicas gomas
y esencias de rosas, de mirto y zahar;
arrullo en la siesta me dan las palomas…
mi kiosco perfumo con índicas gomas
y esencias de rosas, de mirto y zahar;
arrullo en la siesta me dan las palomas…
Sí, sí. Burguillos tenía flores, aromas y el romántico arrullo de las tórtolas. Pero nada de esto le liberaba el peso de la ausencia… Le apenaba no tutelar y embriagarse en el crecimiento de sus niños. Bien conocía él qué formación les esperaba en Cristo Rey… Seguro que sus papás no escatimaban medios y sacrificios. Pero las grandes obras, además de cariño y voluntad, exigen primores de cincel. Y le reconcomía comprobar que, en su plenitud profesional, no anduviera inmerso en quehaceres más trascendentes que criar pajaritos…
Estas vivencias y nostalgias embellecían y aromatizaban sutiles, melancólicas, su tiempo, su casa… Hablaba y escribía a sus nietos. Cuentos, versos, suspiros, que nunca les llegaban. Terminó por abrir un cuaderno a cada uno. La memoria de aquellos años, fiel y precisa como un vídeo, la guardaba Burguillos; y viva y a punto la lleva aún en el corazón. Y ¡cuántas cosas les decía…! ¡Cuánta entraña, cuánta vida desgarró Burguillos en esas páginas!
Años, muchos hacía que a Dios nada, salvo perdón, nada le suplicaba. “El pan nuestro de cada día”, a mendigar su ración cotidiana de fe y oxígeno lo había reducido. Y en sus mensajes al cielo ‑intermitentes, desiguales‑, tácita y prioritaria se le colaba como una necesidad vital la esperanza de reencontrarse con sus niños del alma. Una hora… Unos minutos siquiera…
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