
Nos lo habían dicho durante todo el curso. En medio de aquel estado de zozobra sólo podíamos pedir ayuda a nuestra Madre. Ella nos escucharía y nos ayudaría si ¡lo pedíamos con fe! y nuestra fe era firme, segura, inquebrantable e indestructible. La fe de nuestra infancia, la fe de nuestros pocos años.
Mientras estos pensamientos rondaban por mi mente, la Misa avanzaba. Tras el Gloria, las palabras del padre, recordándonos que conserváramos limpias nuestras almas durante aquel verano, el credo, el ofertorio, las plegarias de la Eucaristía, la comunión y al final la salve a la Virgen. Para algunos, la última. ¡Cómo sonaban las voces de plata de aquellos chiquillos, cantando a su Madre! ¡Con qué fe nuestros ojos de niños se clavaban en los ojos de la Señora! ¡Con qué amor entonábamos aquellos versos del Salve madre escrito por el jesuita Carlos González Vallés y musicalizado por Eduardo Torres!
Mientras mi vida alentare,
todo mi amor para ti;
mas, si mi amor te olvidare,
Madre mía, Madre mía,
aunque mi amor te olvidare,
tú no te olvides de mí.
todo mi amor para ti;
mas, si mi amor te olvidare,
Madre mía, Madre mía,
aunque mi amor te olvidare,
tú no te olvides de mí.
El ritual de despedida y la bendición del sacerdote nos devolvían a la realidad de nuestro primer día de vacaciones. Salíamos de la Capilla. En el patio tenían lugar los apretones de manos, los abrazos, risas, y manifestaciones de afecto de los compañeros; después, la despedida respetuosa de los profesores y la última mirada interrogante intentando adivinar el futuro y el contenido de la carta terrible que nos aseguraba nuestra continuidad un año más, o nos comunicaba la tan temida expulsión.
De aquella época, sólo Alfaro Teruel, hoy director del colegio de Villanueva; Almansa Ruiz, alcalde de un pueblo de la provincia de Madrid; Cano Chinchilla, alcalde de Siles varios años; Ángel Soria; Miguel Cano Garrido, cotizado pintor en Sevilla; Ángel Henares, profesor en Igualada; Jiménez Peris, profesor en Aranjuez; y yo, conseguimos finalizar nuestros estudios de Magisterio. De los profesores, sé que don José Alarcón se casó con una chica muy guapa de Villanueva y marchó a la Safa de Baena. A don Rogelio, con motivo de la supresión del internado en 1958, le comunicaron que cesaba en su cargo de inspector y se fue a Granada. Don Antonio Expósito vive en Úbeda y no hace demasiado tiempo tuve la enorme alegría de saludarlo.
Fernando, el “Pequeño Príncipe”, estuvo dos años en Úbeda con nosotros, demostrando en este tiempo una inteligencia y una personalidad excepcionales. De Marcos Megina me comentaron que hizo una carrera extraordinaria, lo cual no es de extrañar, porque tenía un talento y una clase fuera de lo común. Francisco Marín también cursó estudios universitarios, vive en Granada y va poco por Villanueva. Juan Manjón sólo estuvo con nosotros aquel curso y no he vuelto a saber nada de él ni de su madre, aunque recuerdo a ambos con mucha frecuencia.
Doña Carmen Benavides, viuda de Parra, un ángel de bondad, falleció en 1962. Casualmente, Irene Bueno, periodista del diario Jaén, dedicaba su columna, el ocho de octubre de 2000, a una chica joven y monísima, Carmen Benavides Parra, también periodista que trabaja en los informativos de fin de semana en Canal Sur. ¡Qué pequeño es el mundo!
Fuensanta vino a Cataluña, a vivir junto a sus hijas. Me dijeron que reside en Vilaseca, un pueblo de la provincia de Tarragona, donde hay una gran colonia de familias de Villanueva.
El padre Lorenzo Lacave fue trasladado a la Residencia de Cádiz, a consecuencia de la reforma del centro de Villanueva. Del padre Fernando Pérez me comentaron que, después del cierre del internado, apenas comía. Pasaba las noches enteras orando ante el Santísimo. Enfermó y lo enviaron a Úbeda. Creo sinceramente que murió de pena y de nostalgia.

Don Gabriel Tera, una gloria de la Medicina, condecora a Dionisio.
Don Gabriel Tera era ya muy mayor en aquel tiempo. Supongo que terminaría sus días como lo que era, una persona maravillosa que dedicó su vida a cuidar de los demás y de forma muy especial de aquellos chiquillos, de ojos vivarachos, extremadamente delgados y pálidos, a los que recomendaba la mejor receta, la única que les hubiera curado de verdad: comer de todo.