25-11-2009.
Seguidamente y beneficiándome del estado general de devoción creado en el público, subí al escenario y comencé a declamar aquellos versos profundos y emotivos del padre Luis Coloma S. J. que, después de más de cuarenta años, cito de memoria. Versos inolvidables, que en labios de un niño hacen temblar:
Dulcísimo recuerdo de mi vida,
bendice a los que vamos a partir…
¡Oh!, Virgen del Recuerdo dolorida,
recibe Tú mi adiós de despedida
y acuérdate de mí.
bendice a los que vamos a partir…
¡Oh!, Virgen del Recuerdo dolorida,
recibe Tú mi adiós de despedida
y acuérdate de mí.
Lejos de aquestos tutelares muros
los compañeros de mi edad feliz
no serán a tu amor jamás perjuros:
conservarán sus corazones puros,
¡se acordarán de ti!
los compañeros de mi edad feliz
no serán a tu amor jamás perjuros:
conservarán sus corazones puros,
¡se acordarán de ti!
[…]
En los escollos de esta mar bravía
yo no quiero sin gloria sucumbir;
yo no quiero que llores por mí un día,
no quiero que me llores, Madre mía…
¡No quiero ser así!
yo no quiero sin gloria sucumbir;
yo no quiero que llores por mí un día,
no quiero que me llores, Madre mía…
¡No quiero ser así!
[…]
La tarde se iba cargando de pasión y silencio, mientras los ojos, las gargantas y el alma se rompían poco a poco en lágrimas, sentimientos y emoción.
La megafonía anunciaba que inmediatamente tendría lugar el homenaje a los alumnos que durante el curso habían sobresalido en estudios, conducta, aplicación y aprovechamiento. El padre Pérez era el encargado de ir nombrando, uno a uno, a aquellos nueve muchachos que se habían hecho acreedores de ser distinguidos con el nombramiento. Empezaba por el Príncipe del Colegio, que recibía diploma y medalla, y ocupaba la presidencia de la mesa de Dignidades. A su derecha, el Regulador y a su izquierda el Subregulador. Seguían en categoría los Tribunos, luego los Ediles de Estudio y finalmente los Ediles de Clase. Me nombraron Edil de Clase y pocas veces en mi vida he sentido mayor satisfacción.
Curso 1954. Cuadro de Dignidades. (Dionisio es el último de la derecha).
Finalizaba la fiesta con unos juegos de prestidigitación que Antonio de Dios, un compañero de mi edad, hábil, rápido y vivaracho como una ardilla, realizó con la maestría de un profesional. Terminada su actuación, el padre Pérez despidió el acto y anunció que, al día siguiente, tendría lugar la misa solemne de Fin de Curso, tras la cual, y después del desayuno, comenzarían las vacaciones. Sus últimas palabras fueron acogidas con el griterío y el aplauso general de la chiquillería.
Aquel año viví la misa de Fin de Curso feliz, tranquilo y muy satisfecho. Aunque Edil de Clase, en aquel tiempo, supongo que era como ser ahora Concejal de Cultura del Excelentísimo Ayuntamiento de Cortijos Nuevos o de La Güeta, yo me encontraba contento y lleno de ilusión.
No siempre fue así. Algunos años, pensé que aquella sería mi última misa en Las Escuelas. Que recibiría una carta en verano, comunicándome que, por diversas razones, estaba expulsado y, el próximo curso, no podría volver al colegio. Que mi madre, al leer aquella carta, se moriría de pena. Que yo sentiría una vergüenza espantosa y no pararía de llorar durante toda mi vida. Que no volvería a ver a aquellos compañeros, ni a los profesores, ni a los sacerdotes, ni a aquella Virgen que tantos secretos me guardaba y tantas súplicas, plegarias y ruegos le había confiado. A medida que la idea de la expulsión penetraba en mi mente, un peso fuerte se clavaba en mi pecho, una angustia tremenda me invadía, se alteraba toda mi persona y un estado de profunda desdicha y amargura se apoderaba de mí. ¡Era horrible! Todavía me despierto alguna noche con esta pesadilla.