27-11-2009.
Salvo Paquita, las demás costureras llegaron con la acostumbrada puntualidad y tomaron su asiento haciendo círculo entre el brocal del pozo y los arriates del patio. Paquita llegó casi con media hora de retraso, con los ojos hinchados y aún llorosos. Ocioso hubiera sido preguntarle la causa: todas sabían que el segundo apellido de Paquita era Vacas y que su madre era prima hermana de Julián Caballero Vacas, alias “Bigotes”. Con sus quince años, Paquita no había osado cubrir su cabeza con el tradicional velo negro que mostraba el luto por un familiar, porque eso ya no se llevaba entre la gente joven; pero, sobre todo, no lo hizo porque tenía miedo de subrayar públicamente su relación familiar con el cabecilla ejecutado.
Inútiles fueron los esfuerzos que hizo la tía Angelita para dispersar la atención de las chicas. «Natalia, ten cuidado con ese hilo de ganchillo, que no le viene bien a tus enaguas»; «Loli, mujer, como no te des prisa, no tendrás terminado para tu boda el juego de cama»; «Lorenza, si quieres que los bordados de ese pañuelo hagan juego con los demás, tienes que hacerle otro bodoque»; «Paquita, aquí tienes el botijo por si quieres agua fresquita…». Todo fue inútil. Inútil, porque era inevitable que la conversación de aquella tarde desembocara en comentarios acerca del camión de los muertos.
Yo, detrás de la celosía y con la ventana entreabierta, veía y oía con perfecta impunidad lo que hacían y decían todas ellas.
—¿Fuisteis a ver a los del camión? —preguntó Loli con fingida ingenuidad, mientras intentaba introducir un hilo de seda por el ojo de una aguja. Y añadió como justificándose—. Lo digo porque como pasé el sábado en la huerta de “El Cardito”, lavando con mi madre y mi hermana la ropa de las camas, pues no pude ir a lo del camión.
—Pues nada te perdiste —cortó rápidamente la tía Angelita—. Y, por favor, hablemos esta tarde de otra cosa… Todas sabemos, más o menos, lo que pasó; todas sabemos que era gente del pueblo con la que algunas tenemos amistad o somos sus familiares. Así que, un respeto. Os pido, por favor, un respeto.
Hubo un largo y penoso silencio, entrecortado por frases y solicitudes circunstanciales como «¿Me pasas el punzón, Lorenza?», «¿Está bien este ojal, doña Angelita, o lo ensancho un poco?», «¡Qué calorazo! ¿Me pasas el botijo, Natalia», «¡Ten cuidado con esa avispa, que se te puede colar por la boca!». Ni una broma, ni una sonrisa, ni una confidencia; nada: solo cabezas inclinadas, encuentros fortuitos de miradas errantes, ágiles movimientos de dedos y sutiles ruidillos de roces de telas y dedales. Y así, hasta la hora del café. Las magdalenas que había traído Natalia en una taleguilla, unidas a los borrachuelos de doña Angelita, animaron el ambiente.
Justamente, fue el ruido de tazas y cucharillas lo que me sacó del sopor en que estuve sumido durante un buen momento.
—En septiembre te casas, ¿no, Loli?
Le preguntó Natalia. Y Loli respondió, mientras mordisqueaba una dorada magdalena:
—Pues mira, que las cosas no están claras. El sinvergonzón de mi Diego ha vuelto muy raro de la mili… Eso lo sabe muy bien tu Félix, con quien ‑por lo que cuenta‑ vaya juergas que se tiraba en Melilla. Menudo par de “raspaos”, mi Diego y tu Félix. He oído decir que, algún viernes por la noche, salen del bar de Bernardino y se van luego a rondar por la choza de “La Larga”.
—¡Oye, tú con mi Félix no te metas! —cortó, rápidamente, Natalia—. Tu Diego será como sea; pero tú, a mi Félix, no me lo toques…
—Bueno; pues será como sea… —repitió Loli, con retintín—. En fin, que mis padres me dicen que lo piense bien; que casarse es para siempre; que si patatín que si patatán… Por lo pronto, el pedimento lo hemos retrasado hasta agosto. Y entonces ya veremos…
Yo, tras los visillos, me daba cuenta de que, a todas luces, el ambiente volvía a ponerse tenso.
—¡Qué ricas están las magdalenas! —terció la dulce voz de Paquita—. ¿Las has hecho tú, Natalia?
—Las hice con mi madre ayer por la mañana, porque celebrábamos su santo. Y como sobraron muchas… —y, viendo que a Paqui se le escapaba de vez en cuando un pequeño suspiro, limpiándose la nariz con el dorso de la mano, tras una corta pausa y, acercándose a ella, le susurró—. Oye, Paqui, no te preocupes; ya verás cómo se os va arreglando poco a poco la situación. Es cuestión de tiempo. Ya verás como es cuestión de tiempo.
—Sí, es cuestión de tiempo —reiteró Paquita con mirada agradecida—. Es lo que dice y repite mi madre: pero a mí el tiempo se me hace muy largo…
—Pues claro —intervino enseguida Loli, como deseando instalar definitivamente el consenso—. Ya verás cómo dentro de un año, de lo tuyo no se cuenta nada. Absolutamente nada. La gente es así: al pronto, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá; pero luego, en cuanto pasan unos meses, si te vi, no me acuerdo. Porque, por ejemplo, ¿quién se acuerda hoy de lo de Manola, “La Parrilera”?
—¡Pues es verdad! —asintió como sorprendida Lorenza, que hasta ahora se había quedado en un tímido silencio expectante—. Yo ya casi lo tenía olvidado. Es verdad que la cosa ocurrió hace cuatro o cinco años y que entonces estábamos en la “edad del pavo”…
—¡Pues yo ya tenía bien pasadita la “edad del pavo”! —continuó Loli—. Y os puedo asegurar que también aquello tuvo su miga. Yo me acuerdo como si fuera ayer.
—Bueno, bueno; dejemos eso —intervino la tía Angelita—. Vamos a recoger los arruches de la merendilla, los dejamos en el fregadero de la cocina y seguimos trabajando.
Tras las celosías de la ventana, aquella me pareció ser la primera vez que yo escuchaba con tanto interés lo que decían las costureras. Pensé que la intervención de mi tía Angelita desbarataría el deseo de superioridad que, por su edad, Loli ansiaba establecer con respecto a las demás chicas ‑actitud parecida a la de Juanito con nosotros‑, contando algo que estas casi habían olvidado: lo de la “Parrillera”. Una historia que yo desconocía totalmente y que, por lo visto, se asemejaba a la de los muertos del camión. Pero Loli ya había conseguido su propósito: despertar la curiosidad de Paquita. Para Paquita, saber que la historia de la “Parrillera” se parecía a la de su tío Julián, significaba no sentirse varada en el ámbito de las aviesas miradas, cuando iba por las calles del pueblo; para ella, representaba la posibilidad de superar la sensación de soledad y desamparo con que iba al mercado, cuando su madre la mandaba con la lista de la compra; para ella, implicaba compartir ansiedad y reconcomio con la familia de Manola la “Parrillera”.
—Pues a mí, Loli —dijo con anhelante voz, Paquita—, en serio que me gustaría conocer la historia de esa mujer, de la que no sé casi nada, ni tampoco de su familia…
—¿Cómo lo vas a saber —replicó Loli—, si de la cosa no se habló mucho, porque lo gordo de ella sucedió en la sierra de Fuencaliente y, además, que tú tendrías apenas diez años?
—Y sobre todo —añadió Lorenza—, porque las familias carnales de Manola la “Parrillera” y la de su compañero Miguel “El Maraña”, a raíz de los acontecimientos, se fueron a no se sabe dónde.
Yo no comprendía muy bien eso de «familias carnales» o de «su compañero», en vez de «novio»; pero, por el momento esa cuestión carecía de importancia. Yo lo que deseaba —como Paquita— era que ni mi tía, ni ninguna costurera interrumpieran el relato que pretendía iniciar Loli.
—Bueno, de todas maneras, mucho mucho no es que yo se sepa. Pero lo que sé —y recalcó con su expresión favorita— también tiene “miga”; ¡pero que mucha “miga”!
Se hizo un silencio profundo y, pinchando la aguja en la tela de su bastidor, Loli se dispuso a contar la historia de la “Parrillera”, con ese arte especial que tienen las mujeres andaluzas de imitar las voces de sus personajes, entrecortadas por los «Y dijo», «Y contestó» del narrador. Yo me senté en la cama y me acerqué cuanto pude a la ventana. Mi Manolete dormía a mis pies, apaciblemente reclinado sobre una madeja de lana.