23-11-2009.
Sentados de nuevo en unas pilastras de las obras que se estaban haciendo en la Plaza del Ayuntamiento, nuestro amigo Juanito volvió a deslumbrarnos por su destreza en el arte de contar. Nos admiró también lo dilatada y fiable que parecía su fuente de información, cuya procedencia no era otra sino su propio padre, el señor Alfonso, cartero del Ayuntamiento y encargado de llevar los telegramas al teniente de la Guardia Civil. Pues bien, el padre de Juanito no solo había asistido al “espectáculo del camión”, sino que pasó buena parte de la noche del domingo en el bar de Bernardino, manantial inagotable de comentarios acerca del suceso.
El bar de Bernardino era, entonces, el elegido por la clase media de Villajara como lugar de encuentro y de tertulia, los fines de semana. Estaba construido en forma de ele mayúscula, haciendo esquina con la calle Herradores. Su única puerta de acceso, enmarcada por dos grandes ventanas, daba a la Plaza del Ayuntamiento; frente a ella y a unos cien metros se encontraba una de las entradas a la iglesia parroquia de San Miguel; en la otra fachada, la que daba a la calle Herradores, había otras dos pequeñas ventanas enrejadas. El interior era una espaciosa sala, lo suficientemente ancha como para colocar una veintena de veladores, y, al lado de las ventanas, un par de mesas rectangulares, donde podían acomodarse holgadamente hasta ocho clientes. Desde esas mesas y a través de las ventanas enrejadas se veía perfectamente el impresionante ventanal de hierro forjado y negro de la cárcel del Ayuntamiento. Una de estas mesas, la que hacía rincón, estaba reservada todos los sábados por la noche para un grupo de señores, quienes, tomando copas, o jugando al póquer, al dominó o al tute, comentaban lo sucedido a lo largo de la semana en el pueblo, en la provincia o en el país. Sus periódicos preferidos eran el Marca y el ABC. Los más asiduos a la cita eran el pulcro y atildado médico don Francisco Campobalboa, que siempre tomaba vermú con unas ráfagas de sifón; los administradores de los Torrerico y los Hermuzo, las dos familias terratenientes más poderosas de la provincia, Conrado Mohedano, llamado el “Chispa”, y Juan Monedero, el “Resabiao”, que siempre bebían coñac; el farmacéutico Cifuentes, apodado el “Pastillas”, con sus copitas de amontillao yaceitunas y, en fin, el señor Alfonso, el cartero y padre de nuestro amigo Juanito, consumidor inveterado de café, a veces acompañado de un Fundador. Al grupo solía unirse, con cierta frecuencia, mi vecino don Carlos López, propietario de la fábrica de harina, de un par de cortijos, muy aficionado a la caza mayor y menor ‑«La mejor escopeta del pueblo», se decía‑ y padre de la “desaparecida” Juanita, la “Atontá”. Por cierto, que don Carlos era muy amigo del “Resabiao”, solterón empedernido, asiduo visitador de prostíbulos cordobeses y experto organizador de monterías, a las que acudían altos mandatarios del Régimen e incluso, de vez en cuando, algún ministro.
Como era de esperar, aquella noche no se habló ni de fútbol, ni de toros, ni de flamenco. Ni se jugó al póquer. Ni siquiera el farmaceutico Cifuentes hizo comentarios acerca de la película calificada de «Rosa con reparos» que estaban pasando en el Teatro Variedades. Solo alguien deslizó la noticia de que doña Evita Perón estaba visitando Ávila. El único acontecimiento que se impuso con fuerza propia fue «El del camión de los maquis muertos». Todos contaron lo que sabían e incluso mucho más. «Desde que los del “Bigotes” ‑aseguró Juan Molinero, el “Resabiao”‑ asaltaron la finca de Las Navas de la Concepción (propiedad de los Torrerico), mataron los dos perros guardianes, ataron y amordazaron a los caseros y se llevaron jamones, aceite, pavos y lo que quisieron… desde ese momento, tenían las horas contadas». «Yo creo más bien ‑replicaba el médico Campobalboa‑ que las tenían contadas desde que el “Bigotes” liquidó al lugarteniente Eduardo Soler, responsable del orden público en nuestro pueblo. Desde aquel día de mayo del año pasado, la Guardia Civil no ha dejado de seguirle la pista ni un solo minuto». «Efectivamente ‑apuntilló el “Chispa”‑. Y parece ser que fue todo un destacamento de la Guardia Civil el que intervino en la caza. Utilizaron incluso granadas».
Entre historias y copas, la noche se hizo larga. El padre de Juanito se levantó ya bien entrada la mañana, con dolor en las sienes y como aturdido por alucinaciones. Un par de calderos de agua del pozo, volcados sobre su cabeza, y un fuerte café, bien asentado, le devolvieron su natural lucidez y viveza.
El almuerzo, un poco tardío, también se prolongó más de lo acostumbrado en casa de Juanito. El padre, con una facilidad pasmosa, fue ordenando la gran maraña de datos e informaciones recibidos de unos y otros en el bar de Bernardino y los fue exponiendo con perfecta claridad: quién, de verdad, había delatado a los de la cuadrilla del “Bigotes”; quién sabía con cuántos guardias civiles contaba el destacamento que los liquidó; quién conocía la estrategia que utilizó para empujarlos hasta el Barranco de la Huesa, en donde estaba emboscado el resto del destacamento; quién estaba al corriente de cómo acorralaron al “Bigotes” y a su compañera “La Mojea” en una choza cercana al cortijo; de cómo los dos se suicidaron, metiéndose el cañón del fusil en la boca; de cómo uno de los bandoleros casi logró huir y que, cuando lo cazaron, le dieron tantos culatazos y tiros en la cabeza que fue imposible identificarlo; y, finalmente, que el jueves trasladaron los cadáveres a Villaviciosa sobre carros tirados por mulos.
Cuando Juanito nos relataba lo que le había oído contar a su padre, a mí y a Ernesto nos dejaba con la boca abierta. Estábamos realmente emocionados y admirados. ¡Cuántas cosas conocía y que bien las explicaba! ¡Pero si Juanito sabía cosas que incluso desconocían lo mismísimos guardias civiles! Por ejemplo, que la lista que el oficial había leído en voz alta sobre la escalinata de la puerta del Ayuntamiento y junto al camión de los muertos estaba equivocada. Lo estaba porque, según mi padre, había dicho Juanito, “El Serranillo”, quien no podía ser uno de los que yacían en el camión ya que a ese “huido” lo había matado la Guardia Civil poco después de acabarse la guerra.
—Lo que pasa —dijo mi padre— es que redactó la lista muy deprisa y como no sabía quién pudiera ser ese que tenía el cráneo destrozado y la cara tan desfigurada, pues dijo que era el “Serranillo”.
—¿Y también te ha contado tu padre quién fue ese “Serranillo”? —preguntó Ernesto.
—Pues sí. Había sido un anarquista. Fue un “huido” que, al acabarse la guerra, se hizo famoso por haber secuestrado al padre de los “Rojas”, el cortijero de La loma del rayo, para sacarle dinero a la familia. Pensando que lo denunciaría, la Guardia Civil se llevó a su compañera, Antonia, la hija de “Lagartijo”, a los Grupos del Calvario. La ataron, le pegaron palizas y la amenazaron con hacer lo mismo con su madre y con su hermana pequeña, hasta que confesó que su compañero “Serranillo” se escondía en el Barranco del Negrito. Acorralado con su primo Rafael, fueron ejecutados por la Guardia Civil. De esto hace por lo menos tres años. Así que no puede ser ninguno de los del camión.
—Oye, Juanito —le pregunté, dudando de que respondiera—, ¿sabes tú qué quiere decir eso de CNT?
—¡Pues claro, hombre! —y su superioridad, ya aceptada, se afirmó definitivamente—. Significa: Confederación Nacional del Trabajo.
Nos quedamos pensativos un rato y urgando con los dedos en la arena que había entre las pilastras de granito. Bordeando la arena, unas hormigas recorrían en perfecta hilera la trayectoria que iba desde un agujero de la pared, de la fachada de la iglesia de San Miguel, a otro que se situaba a un par de metros. Cuando topaban con algún obstáculo, grande o pequeño, lo soslayaban de la manera más sosegada y natural, y seguían su camino. Mientras las observaba, pensé que no llegaba yo a comprender por qué se mataba a la gente, por qué era ‑según decían algunos‑ «inevitable» matarse unos a otros… Y, pensando en los del camión, me dije: ¡Ahora, están muertos y ya está! Y como están muertos, ya no podrán ver a sus hijos ni a su familia, ni ir al trabajo, ni comer, ni fumarse un cigarrillo, ni oír la banda de música, ni pasearse, ni reír con sus amigos tomando una copa, ni acostarse tranquilos y decir «Hasta mañana», ni cambiarse de ropa para lucirla el domingo… Pero ¿por qué han tenido que irse a la sierra a vivir como los lobos? ¿Por qué no los dejaban vivir en el pueblo, en su pueblo, andar por sus calles, encalarlas, plantar árboles en sus plazuelas, limpiar sus tejados y sus chimeneas…? No. Yo no lo entendía. Y me repugnaba que algún día llegara aquel «Cuando seas mayor comprenderás». Pues si la vida era así, entonces yo no quería ser mayor; yo haría todo lo posible por no llegar nunca a ser mayor; y me daba igual que nunca llegara a saber fumar, ni a vestir pantalón largo todos los días, ni a tener novia, ni a viajar solo, ni a leer el periódico sentado en la terraza del Casino, tomándome un café; ni a sacar dinero del bolsillo y decir con cierta petulancia en el bar de Bernardino «Esta vuelta es mía»; ni, como hacían los hombres, a quedarme de pie en el fondo de la iglesia durante la misa de los domingos; ni, por ser adulto, decirle a los niños que «Ellos no comprendían, porque aquello era cosa de personas mayores». No. Sentado en una pilastra, rodeado de montoncitos de arena y observando el pacífico viaje de las hormigas hacia el otro agujero ‑«Vivir es viajar hacia la muerte», le había oído decir a mi abuelo‑, yo no llegaba a comprender «Esas cosas y esa manera de vivir de las personas mayores».
El revuelo que supuso la muerte de “los de la sierra” hizo que la gente del pueblo anduviera inquieta, durante la semana que siguió a la “exposición” de los cadáveres en la plaza del Ayuntamiento. Nadie quería cruzarse ni hablar con nadie en calles, plazoletas o bares. Carpinteros, zapateros, talabarteros, herreros, albañiles, alfareros, picapedreros y expendedores de tiendas y comercios anularon la pausa cafetera o cervecera de la media mañana. Por su parte, las mujeres, terminadas las tempranas compras en el mercado, regresaban rápidamente y con la cabeza baja a sus casas. Algunas, si el camino lo favorecía, entraban unos minutos en sus respectivas parroquias, en donde aún estaban rezando de rodillas las “beatonas” que habían asistido a la misa de las ocho. Con muy pocas personas se cruzaban los niños, al caminar por las calles que les conducían a sus escuelas. E incluso algunos ganaderos ‑grandes y medianos propietarios‑ prefirieron adelantar sus vacaciones y dejar los asuntos del campo en manos de sus jornaleros ‑capataces, vaqueros, cabreros y porqueros‑ de confianza. Quienes no faltaron a sus labores fueron las modistillas de la tía Angelita, en la calle Concejo.