Historias de juventud

31-08-2009.
Hace casi un mes que no leo la página web como Dios manda, porque internet aún no llega a todos los rincones de nuestra vieja y querida España. A uno, que pasó tanto tiempo solo, como un perrillo siete leches, pobre y vagabundo, sin una mano amiga que le acariciase ni de día ni de noche, le gusta compartir la lectura de algunos artículos con su mujer, y a ella le encanta reconocer a los autores en las fotos que encabezan los escritos.

–¡Huy! Qué guapo. ¿Quién es?
–Alfredo Rodríguez.
–¡Ah…! El de la barba.
–¿Y, éste?
–Antonio Lara.
–¿Lara?
–Sí; al que tú llamas “El suizo”.
–Pues… ¡cómo ha cambiado! Antes estaba mejor.
–Mujer, será la foto… que no le favorece.
Porque mi mujer, para no confundir a nuestros asociados, a Berzosa le llama, “El Presidente”; a José del Moral, “Pepe, el de Flori”; a José Jesús Aranda, “El Guapito”; a Mariano Valcárcel, “El novelista”; a Diego Rodríguez, “El Buen Maestro”; a Rafael Hinojosa, “El Poeta”; y a Paco Fernández, “El de derechas” ‑y añade: «Como tú»‑.
Y uno, que, al afeitarse cada mañana, comprueba cómo su rostro va perdiendo la frescura de tiempos no lejanos, observa, ¡con asombro y satisfacción!, cómo sus otrora compañeros ‑hoy asociados‑ han rejuvenecido, como por arte de magia, gracias al benéfico efecto de las vacaciones estivales y a la salubre y humanitaria brisa del mar.
Uno disfruta viendo a Alfredo así: joven y sin barba, como esos chicos de Operación Triunfo, guapos y cariñosos, que dedicaban la mitad del tiempo a llorar y la otra a abrazar y sobar a las prójimas preferentemente. Alfredo, vestido así y con el mar al fondo, me recuerda a David Bisbal, o a Bustamante, en una playa del norte, firmando autógrafos a sus seguidoras, sonriendo a todos y de buen humor; porque Alfredo, cuando se enfada, es aterrador. Conmigo se ha enfadado un par de veces y he pasado meses de atroces pesadillas, soñando con su hermosa barba: terrible, docta y patriarcal.
Tengo la sensación de que también Antonio Lara, en un momento de arrebato, mandó el birrete y la toga a hacer puñetas, para contarnos sus viajes por las rutas de España, con un corte de pelo al estilo de los años sesenta: un corte sobrio, austero y moderado. Uno, que, a falta de méritos mayores, goza de buena memoria, al contemplar la foto de Antonio Lara, recuerda al joven Juan Manuel Serrat, con el pelo rapado en la zona del cogote y dispuesto a actuar en el festival de Eurovisión.
También recuerda que en dicho festival, hasta entonces, habíamos quedado en el lugar que nos correspondía, o sea, los últimos; sólo cuando votaba Portugal decía el locutor televisivo: «Spain, five points. Espagne, cinq points», y la gente aplaudía a rabiar ante la pantalla. Pero casi ningún otro país nos daba ni un voto más. El Régimen pensó que había que poner remedio a aquella situación y eligió una canción sencilla, pegadiza y de fácil traducción: “La, la, la”. Para cantarla, se pensó en Serrat, que no lo hacía del todo mal. Pero surgió la discrepancia política y el muchacho anunció que cantaría en catalán porque “La, la, la” en español sonaba pobre; en cambio, en catalán mejoraba considerablemente. Ante un argumento tan rotundo, el Régimen mandó a paseo a Juan Manuel y designó a Massiel para representarnos. Le pusieron una minifalda con volantes, un generoso escote ‑dentro de un orden‑ y aquel año se ganó el Festival.
Pero, a lo que vamos, Manuela. A Alfredo le gustan las historias vividas, porque, en el fondo, es un trotamundos, aventurero y sentimental. Su historia es una de aquellas con las que uno se tropieza por los caminos de la vida, las escribe despacio y con buena caligrafía, y las guarda, como si fueran flores, en el bloc de la conciencia. La de Antonio es la historia de unos muchachos viajeros con los estómagos vacíos, los pies cansados y alas en el alma, que no querían detenerse jamás. Y uno, hace la humilde aportación de aquella historia del Festival de Eurovisión, que ganó España.
Son historias que nos hacen ser como somos y pensar lo que pensamos: esta señora parlanchina y de aspecto distinguido, en realidad, es cruel y miserable; ese pobre hombre, avasallado y tratado injustamente, se rebelaría, si pudiera, ante una sociedad tan deshumanizada; “La, la, la” suena igual en español que en catalán o en arameo; los gitanos de Lérida eran felices, sin tener casi nada, porque se sentían libres junto a su familia, respirando el aire de los campos y durmiendo a la luz de la luna; aquellos muchachos de ojos tristes, pálidos y delgaduchos, habrían llegado mucho más lejos si no hubieran nacido en la familia equivocada; un par de melocotones son, a veces, un tesoro de valor incalculable; esas lagartas se burlan de un pobre viejo con plomo en el corazón y las ilusiones mojadas por la lluvia de los desengaños; don fulano, que ayer era un don nadie, hoy es un desalmado y un esclavo, que se pasa la vida aplastando al humilde y aplaudiendo al poderoso, para vivir a cuerpo de rey y evitarse complicaciones y molestias. Y así podríamos seguir horas y horas.
A uno le sobrecoge la idea de verse afectado, algún día, por un ataque de equilibrio y sensatez, ese mal tan común en la gente mayor. Uno tira más a cabra ligera y triscadora que a oveja sumisa y resignada que se deja ordeñar y esquilar. Uno piensa que los gitanos de una caravana, viviendo del aire, andando de pueblo en pueblo y haciendo lo que les da la gana, son más felices que un obispo, un consejero delegado o un subsecretario general; porque, seguramente, la fórmula mágica para ser feliz consiste en no necesitar casi nada.
San Pol de Mar, 30 de agosto de 2009.

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