Úbeda y el dolorido sentir, 2

01-09-2009.
Percibía dolorosamente que se le iban ahuyentando las ideas, palabras… los pequeños proyectos de un hombre condenado a muerte. Ya no entraba en las librerías. Ni frecuentaba las salas de arte, ni las casas de antigüedades… Pájaro a pájaro, fue vaciando de trinos y colores su hermosa pajarera…

Desde Suiza, un amigo le urgía a seguir emborronando folios:
Anteayer recibí tu carta. Abrí el sobre con avidez y, tras la lectura, me pregunté cómo hacer para convencerte de que tienes que seguir escribiendo. Escribe: retoma tus memorias, contesta a cartas que no se te han escrito. Escribe, escribe. Tienes que tomarlo como una obligación, como una terapia; que sería un error dejarlo, que debes seguir dando vivo testimonio de ti. ¿Para cuándo lo vas a dejar? ¿Qué justificaría el no hacerlo? ¡Qué bella imagen la de aquel “viejo palomar de tus padres, en ruinas, sí, pero más florecido que nunca en arrullos y pichones”! Sospecho desde hace mucho tiempo que escribes poemas, pero que tu bendito pudor los tiene encerrados. Y si he escrito que “tú me enseñaste los primeros versos” es porque me veo un poco como astilla de aquella madera tuya de entonces y que aún sigues demostrando tener, cuando comentas los míos con esa manera tan tuya y certera, sacando cántaros de agua fresca y ríos de miel de un tan pequeño manantial de abejas. Por eso, escribe, maestro, escribe…
Burguillos, sabedor de su condena desde hacía casi dos años, había reduplicado su fervor por la vida. Quien tantas veces, en parques y plazas estuvo a punto de subirse en un banco y pregonar las excelencias de la vida y aun de la vejez… se sentía desarrapado de motivos para desear seguir viviendo… Clamaba al cielo muchas veces al día. Pero cuántas se descorazonaba, pensando si no clamaría en desierto… Y se fue a rebuscar en el estercolero de Job… Y ni paciencia ni un trozo de teja halló. Y rebuscó en los Evangelios algún amparo para retener su desamparado vivir. Y recordó, ¡como tantas veces en su vida!: «Cuantos vivís agobiados venid a mí. Que yo os aliviaré. Porque mi yugo es suave. Mi carga ligera».
Y con el mínimo de sedante y los chaparrones de aprecio de sus béticos, Burguillos recuperó una paz resignada, básica. Se sentía pobre y solo como una rata. Atrapado en la jaula de su secreto. Sin nadie en quien consolar su mal, ni nadie con quien compartir su bien.
Y pasado un tiempo, por entretener su vacío, volvió Burguillos a sus memorias. Algo así como regurgitar su vida… ¿Lastimosa? ¿Regocijada? Gastada en un balancín: «Bandadas de flores. Flores del sí. Flores del no».
Espléndidas rosas contempló. Le bajaron del columpio. Y, mareado con su perfume, colores y tacto, las cortó. Y no se atrevió a prenderlas en la solapa de su vida… Y volvió a mecerse imparable. A su modo, disfrutaba, contento, las posibilidades que la vida le ofrecía. Dios, como a los poetas, no le dio el mundo para conquistarle. Se lo mostró para arrobarle. A lo mejor era un místico o un poeta frustrado…
Y retomó el hilo de la historia. De su historia.
Dejado Cristo Rey, nada añoró. Ni le preocupó el paro, a sus años, con una prestación mísera. A tono con la nómina que le urdieron. Pero sin saber en virtud de qué, a Burguillos le llovían las ofertas de trabajo. Le preocupaba más elegir. Allá en sus fondos culebreaban las viejas opciones que esterilizaron su vida. Las rechazó. No más refugios. Que todavía no era un inútil. Le tentaba mucho más el afán de lucha e iniciativa. Ahí estaban, tentadores, sin hollar: La Mancha, Roma, el colegio, Latín y Griego en el Instituto de Las Delicias… Nada le pirraba tanto como el campo, la agricultura… Por fin se iba a fajar con el tiempo, el clima, las estaciones.
Tres fincas empantanaban su enclenque decisión. Cada una con su duende y sus encantos para condicionarle una vida nueva. Si fuera posible quitar de una y añadir a otra… Combinarlas como se combinan las rosas en un ramo de novia…
Sabía Burguillos que, pasado el mal rato de la decisión, se aposentaría en la finca seleccionada con más arraigo que los árboles que plantase con sus manos. Vestiría de pana. Calzaría botas de campo. Y los ganados todos le conocerían. Tras de él habían de venir cuando les llamase por su nombre.
De mañana, cada día, y por las noches al acostarse, miraría al cielo. Y raso o nublado, como aquel Isak envidiable de Bendición de la tierra, siempre musitaría devoto: «¡Ay… sí, Dios eterno…!». Y dormiría tranquilo, pensando que la lluvia o el granizo que del cielo le llegasen eran cosa de Dios. Y sentiría geórgicamente liberado, su espíritu creativo, de presiones humanas. Sin lazos ni serretas, libre, se realizaría, viviendo con el cielo por testigo. Lola le haría un poncho bonito y cómodo. Y tendría muchas aves, hermosos perros y un caballo preferido, escultural y bravo. Un paraíso haría él de su campo.

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