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Jueves, 20 de agosto de 1964
Tortosa‑Tarragona.
Nos levantamos hacia las 9:30. Hay una piscina formidable y nos damos un buen baño. De la higuera comemos unos higos deliciosos. Después, desayuno: bollos, mantequilla y leche.
Salida en ruta a Tarragona a las 11:30. Nos llevó a cuatro (Lorite, Martos, Berzosa y yo) un Gordini, conducido por un señor tan extremadamente prudente que tardó más de una hora en recorrer los 25 km que hay hasta el cruce con la carretera general. Allí, bajo un algarrobo, nos esperaban don Jesús y Compains. Largo rato estuvimos viendo pasar una caravana de coches, sin que ninguno nos hiciese caso. Al fin, salieron Berzosa y Martos; luego Lorite y yo en un Seat; y dejamos a la pareja don Jesús‑Compains, comiendo algarrobas.
El Seat 600 nos dejó en Cambrils, porque el dueño tenía que almorzar allí; pero nos prometió que si, cuando volviera, nos veía por la carretera, nos recogería.
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Tras una escalinata con una fontana de dos caños a la derecha, accedemos a la fachada principal. Es sencillamente espléndida. En ella se funden armoniosamente los estilos románico y gótico. A pesar del gentío turístico, el silencio es total. En el interior prevalece el estilo gótico, con pequeñas bóvedas de medio cañón. No es muy grande: es de cruz latina, con unos veintitantos metros de altura, por otros quince de ancho y unos cien de largo.
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En la propiamente sala capitular, se encuentran estandartes de oro y plata con figuraciones bélicas que tienen unos 5×3 m y que pesan alrededor de 300 k. Por lo visto, se utilizaban sólo en los entierros de Papa, Cardenal u Obispo. Como no disponemos de mucho tiempo, volvemos a la plaza del Ayuntamiento, en donde ya nos estaban esperando.
Habían comprado lo necesario y nos fuimos a merendar a un bar, cerca de las Murallas romanas. Terminada la merienda, visitamos las Murallas, el Mirador del Mediterráneo y unas ruinas muy cercanas a la playa. Sin darnos cuenta, la noche se nos ha echado encima. Volvemos a cenar al mismo bar: bocadillos, tinto con casera… y comentario de lo que habíamos visto. Luego ‑macutos a la espalda‑, nos fuimos a un camping que quedaba cerca.
En el camino, topamos con un señor medio tarambana y borracho que hablaba pestes de Franco. El grupo de muchachos, que pasaba, entonó el “Cara al Sol” y él lo siguió, gritándole: «Mierda, fuera; mierda, fuera».
Llegamos por fin al camping, pero decidimos dormir en la playa, porque allí nos clavaban miserablemente. Don Jesús, Compains y Lorite se quedaron en la playa; Berzosa, Martos y yo buscamos un lugar más a nuestro gusto y lo encontramos al borde de un pequeño y oscuro acantilado. El espectáculo era maravilloso: luna reflejada en el agua, nubes de panza azul oscuro y espalda luminosa, estrellas y mar bravío.
Iba yo cargando de poesía aquella noche, a pesar de lo prosaico que resultaba que una pareja de guardias civiles nos alumbrara con sus linternas para controlar nuestra documentación. Mientras, las nubes, alumbradas por la luna, dibujaban por el cielo “Las tentaciones de San Antonio” de Dalí, o exagerados pinochos.
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Vista panorámica de Tarragona.