
Viernes, 21 de agosto de 1964
Tarragona‑Barcelona.
Desayuno a base de leche esterilizada, bollos y celtas. Barcelona queda a algo más de 100 km. Vamos de tres en tres. Yo voy con Martos y Berzosa. Se para un coche y ellos dos suben. Yo espero casi una hora y, por fin, un camión me “empuja” hasta Torredembarra.
Luego una DKV me lleva al cruce con “Miami, playa” y de allí sale, poco después, una Fabiola con matrícula francesa, conducida por un muchacho que parecía no tener más de 16 años. Me sube y, algo más allá de Vendrell, la general se divide en dos lenguas: una, la que llevábamos y la otra por la costa.
Elijo la última y em cago en l’hora en que la elegí, porque el francesito me dejó en una playa cercana, a unos 3 km de Vilanova. Inútilmente paro coches y más coches, porque todos se quedan en las playas vecinas.
Bajo un sol ardiente, estuve más de una hora, hasta que decidí desandar lo que recorrí en coche y llegar al cruce, para intentar el acceso a Barcelona por el interior. Cuando llegué al empalme, estaba machacado y con una hambre demoledora. Me detuve frente a un hermoso viñedo.
Pasaba el tiempo y, entre pedir inútilmente autoestop y comer uvas, me entretuve algo. Por fin, tras una larga espera, me recoge una furgoneta, que me deja a la salida de Villafranca del Panadés, a unos 70 km de Barcelona. Pero lo gordo estaba por llegar: pasan coches y coches, ocupados sólo por el conductor, y nadie me hace caso. Hasta llegué a pensar que nadie se paraba, porque no me había lavado la cara desde esta mañana, en Tarragona.
Lo único que va avanzando con estos “descansos” y soledades es mi pobre diario, hecho a sobresaltos, cada vez que veo acercarse un automóvil. Son las 18:30 y se nota que el verano se estrecha, pues ya atardece. Estoy algo desesperado, pues nadie hace caso al signo autoestopista. ¿Me tendré que quedar a dormir aquí en la cuneta? En el bolsillo sólo tengo diez pesetas… Empiezo a pensar que quizás tenga algo de verdad eso que dicen algunos: que los catalanes suelen ser bastante desconfiados. Pero, no hay que generalizar. Alguien parará.
Y quien, tres horas después, paró, fue un coche conducido por un muchacho… madrileño, que iba a Barcelona. En los consabidos embotellamientos, antes de entrar en la ciudad, tuvimos tiempo de perderlo, bromeando con unas suecas muy guapas, cuyo coche rodaba lentamente a la altura del nuestro. En la Plaza de España, lugar de encuentro, estaban los demás, bastante preocupados por mi tardanza.
Don Jesús y Compains volvían de solicitar, con éxito, alojamiento. Los padres misioneros americanos nos acogieron con mucha complacencia en su colegio. En el dormitorio común y después de haber cenado, estoy escribiendo la parte final de lo escrito en este aciago día. Estoy medio derrumbado. Hasta mañana.

Plaza de España, en Barcelona.