16-08-2009.
Domingo, 16 de agosto de 1964
Tavernes de la Valldigna-Valencia.
Diana a las 9 de la mañana. Desayuno frugal, porque se nos ha anunciado paella para el almuerzo. A las 10, misa. Y algo interesante que, por lo visto, es una curiosa costumbre de este pueblo valenciano: cuando vamos a la parroquia, a lo largo de la calle notamos una gruesa franja de cal en el centro de la misma y que recorre varias calles hasta que llega a la parroquia; y allí, tras dibujar una especie de anillo, sigue su camino doblando esquinas.
Pedida la explicación a Compains, nos dice que aquello se debía a que dos novios, a punto de casarse, se habían disgustado y que, para que se enterara todo el pueblo, alguien trazaba esa gruesa raya de cal que iba desde la casa del novio a la de la novia, pasando por la parroquia. Viejísima costumbre que sigue viva en un pueblo con más de diez mil habitantes… y, a menudo, invadido por la “modernidad” turística.
Tras la misa y el consabido paseo por el pueblo (con un pequeño refrigerio, porque es domingo), volvemos a la casa de Compains. Su abuelo, agricultor recio de pelo blanco y mirada azul, calada la boina al estilo vasco, saca de un baúl un viejísimo acordeón y se pone a tocar música de “todos los tiempos”, desde antiguos cuplés al twist y el haly galy. Acompañamiento de palmas y cierres muy aplaudidos.
Mientras tanto, se van preparando dos mesas para los comensales (12 en total) y, de pronto, aparece una gran paellera, rezumando un exquisito olor. Se habla poco y, como es costumbre en esas tierras valencianas, el porrón de vino no para de girar. A Compains ya le brillan los ojos y Márquez empieza a tartamudear. Hora y media después, se acaba el suculento festín.
Pequeña siesta y, tras despedirnos con abrazos o sonrientes apretones de manos, tomamos los macutos y salimos al cruce de la general, en donde sólo estamos una media hora. Quedamos los últimos, el trío Compains, Pepe Berzosa y yo. Al primero lo subimos en una moto que iba directa a Valencia. Poco después, paramos un Citroën‑Tiburón, en el que iba una pareja francesa. A pesar de la velocidad con que él conducía, porque querían ver una novillada a las 6 de la tarde y ya eran las 5, pude contemplar lo maravilloso del paisaje en esos cincuenta y tantos kilómetros.
A partir de Tavernes, se extiende a ambos lados de la carretera la famosa huerta valenciana con su verde de naranjales frondosos; luego entramos en la Albufera, de tal modo dispuesta, que apenas deja sitio al discurrir de la carretera. El paisaje es entonces un inmenso bullicio de colores desperdigados en desorden, hermosísimo desorden de verde, amarillo y azul, fuerte en el mar y desvaído en el cielo.
Terminada la Albufera, nos acercamos a Valencia. Quedan unos 8 km y el paisaje ha cambiado totalmente: primero fue el robusto verde de la Huerta; luego la multicolor Albufera; y ahora, se contempla un frondoso bosque de pinos, bajo cuyo ramaje, una oleada de turistas pasa alegremente la tarde del domingo, merendando.
Y llegamos a Valencia. Hemos sido los primeros en llegar y hemos ido adelantando, uno tras otro, a los otros compañeros que iban subidos en Seats, camionetas, etc. Sonrisa y saludo pícaro al pasarlos…
El lugar de reunión era el parque que está frente a las Torres de Serranos. Poco a poco van llegando todos los compañeros y, como son más de las 20 h, hay que buscar alojamiento. Lo encontramos (lo encuentra don Jesús) en el colegio San José de los jesuitas. Por lo visto, uno de los mejores de Valencia. Cenamos bien, hacemos la colada y, para planear el día siguiente, el grupo se reúne en la azotea del 7.° piso. Si puede ser, iremos en ferry a Palma de Mallorca… Valencia iluminada de noche es preciosa.
Colegio San José, de los padres jesuitas, en Valencia.