El expolio, y 5

06-07-2008.
Con tal consigna se cerraba el noticiario. Su carácter monográfico me dejó una molesta sensación. En Andújar, por aquellos días, ocurrían otras cosas, unas buenas y otras no tanto:

  • La reducción de la plantilla de Koipe, el vallado de la autovía de Andalucía, el cierre de la Imprenta Blanco, la falta de presupuesto para nuestro Hospital Comarcal, las muertes goteadas de los que sudaron su honradez en la FUA, la agonía de la Estación de Ferrocarril sin un “catalán” que llevarse a sus vías, el descenso del mítico Iliturgi a categoría Regional y el incremento de la cola mañanera para tomar metadona, entre las malas.
  • Entre las más escasas y buenas estaban la iniciación de las obras de la Estación de Autobuses, el solidario trasvase del Jándula a Puertollano, la aparición del Nuevo Guadalquivir y el Andújar-Press, una defenestración política y la moción de un Concejal “popular” prohibiendo fumar en los Plenos.

Todo lo bueno, lo malo, lo mediocre y lo ruin había sido engullido por la actualidad vigente. Y lo vigente, en Andújar, desde la noche del 12 de agosto de 1227 hasta el día de la rapiña, era nuestra Montaña Sagrada, el Cerro del Cabezo. No existían otras razones, en siete siglos, para vivir y morir en esta tierra, que los argumentos de la magia. Y la magia nos había llegado en una lluvia de estrellas, sobre un alba agosteña.

Para hacer honor a la siesta, me quedé dormido frente al tele­visor. Cuando me desperté, una pesadilla había puesto migrañas sobre mi cabeza.
Durante mi sueño, había caminado por las estrellas escolta­do por Maya y Belisa. Como cometas sin rumbo, cansados de órbitas lejanas, habíamos anidado en la misma casa del Zodiaco, en el mismo lucero, en la galaxia donde ni los dioses conocían aún los misterios del fuego.
Desde una esquina de la eternidad, sonó una caracola de lla­madas irresistibles. Era el signo de un impulso nuevo. Se nos ordenaba una misión insufrible: dispersarnos por estelas distintas, por constelaciones opuestas; ellas hacia los soles rojos, yo hasta los confines de las lunas negras.
No volveríamos a vernos nunca en el tiempo. Sólo nos po­dríamos cruzar en las espirales de los laberintos; y eso, cuando ya fuésemos ‑tras mil encarnaciones‑ rayos de luz blanca.
Cuando profundicé en la pesadilla, aumentó mi jaqueca por la oscuridad de las cavernas encontradas. Intenté remediarla con un Nolotil, pero me hundí en los infiernos.
Encontré en mis destierros, lejos de ellas, agujeros negros por los que se derramaba la eternidad. Abandoné la inmortalidad a lomos del tiempo y visioné un valle, en el valle un río grande, junto al río grande un caudal verde, y más allá del río verde, aguas arriba, una montaña de granito viejo. En la cum­bre, unas rocas daban cobijo al Fuego Sagrado.
Una ráfaga de viento gélido arrasó la fogata. La montaña se llenó de ayes y lamentos. Aquellos hombres cubrieron sus fríos con pieles de osos y venados, embadurnaron una de aquellas piedras con las cenizas apagadas, pusieron jaras sobre ella y esperaron los destellos del rayo.
Pasó el tiempo. Las pieles se cuartearon sobre la fe de los hombres. Una tarde mágica, el fuego volvió a lucir entre cánti­cos ululantes para no apagarse jamás, protegido por los cobres.
Por siglos, hubo lluvias venidas del Sur. Ni las aguas, ni los vientos apagaron las lucernas. El fuego tuvo fuerza para endu­recer las rejas y fundir las piedras…
De nuevo ululan los corazones. Rodean de tierra negra la piedra del fuego y aparece un plenilunio de lunas enrojeciendo las aguas del río verde.
Desde el valle a la Montaña todo huye. Osos, ciervos, lobos y serpientes se convierten en luz. Las águilas contemplan en su agonía el hambre de los buitres.
La muchedumbre trepa por los riscos camino de la piedra roja. El teúrgo consulta al oráculo ante el espanto del poblado. Los hombres huyen de la bocamina, abandonan las fraguas, mi­ran con horror la palidez de los cantuesos. Amansan las mujeres los llantos de los niños con la leche de sus pechos…
Clava el brujo una estaca de cantueso sobre el vientre de un cervato y dibuja un círculo de sangre alrededor de la montaña. Las llamas no saltan la sangre del arocho. Aquellos hombres no pierden la fe. Desde la rueda púrpura al espejo verde todo son cenizas. Los más fuertes remueven la tierra, las mujeres y los niños suben y bajan frenéticamente hasta las aguas limpias, enfriando las micas con chirimbolos de cobre. Chasquean las ancianas esquirlas de basalto como acción de gracias. Sobre la esfera, encaramada de lunas crecientes, hincan ahora, un cuerpo de mujer en piedra, entre sahumerios de jaras y humaredas de madroños.
En mi sueño, aparece la historia… Argantonio soporta sobre sus sienes el oro de Tartessos. Gárgoris y Habis abandonan la leyenda. Tengo prisas por despertar. Las centurias galopan so­bre los milenios. Kali, Astarté, Isis, Venus, Minerva, repletan los corazones de Oriente y Occidente. En el río Betis, Eufrasio, el bien hablado, se complace en los que reniegan de los lábaros.
Desde Cástulo a Itálica, restallan las férulas sobre escla­vos y cuadrigas. Las águilas imperiales tienen despojos en sus zarpas. Una cruz aparece en vísperas de la batalla: «¡Con este signo vencerás!».
Los tartesios hablan lenguas nuevas. El esenio ha salido de las catacumbas. Miriam es torre de marfil, reina de los cielos, abogada nuestra…
No soy capaz de perpetuar la visión. Un rebaño de tarandos emerge desde el cenit, pateando las rapiñas de las águilas. Desde Híspalis hasta Ampurias, Arrio desafía a la fe: «María no es Madre de Dios».
Nuestra Montaña Mágica se queda sin lunas, sin piedras, sin serpientes. Un rey rubio edifica un Templo Grande junto al río grande. María moja sus calcañares a la sombra de los tajamares. Por los caminos del plomo castulonense, se oyen plegarias en­tre nubes de adelfas. Salomón ha reencarnado en Sisebuto.
Casi me despierto…; algo me detiene. Al Sur, un resplandor de sal y medias lunas pone espantos en mis desvelos,
Hordas de centauros blancos ponen los hierros de sus pezu­ñas sobre los ópalos de la Cruz. Abdelazis galopa por riberas juncales al rapto de Egilona. Crátilo le prepara alcoba para el amor. Los serrallos no son para las vírgenes. Una alteza de sal coagula las yugulares del príncipe. Córdoba llora por Andújar.
Sigo soñando por cinco siglos. Andújar se llena de albercas y de jardines. Los almuecines convocan a la oración desde los minaretes. En los barrios de morería, el añafil y la gaita, la ban­dola y las castañuelas, el tambor y el tamboril suenan junto al rabel y la cítara. La tolerancia perfuma los patios limoneros.
Un dieciocho de julio de 1225, resuena un Te Deum sobre las losas de la Mezquita. La Cruz brilla sobre la Media Luna… En la Montaña Sagrada, los templarios preparan un nuevo ad­viento. Caballeros de barba cana y guantes de malla se reparten nuestras murallas. Suena entre cerros la música milagrera de una campanilla. Me despierto del largo sueño, en una noche de agosto…

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