La educación de la voluntad

Volenti nihil impossibile
21-09-07.
El inspector miraba al reloj, hacía una señal y nosotros guardábamos los libros en el pupitre y nos disponíamos a escucharle atentamente, quietos y con los brazos cruzados. Recuerdo aquellas conferencias encaminadas a modelar nuestra personalidad. Generalmente, tenían lugar a última hora de la tarde del viernes, como preparación al fin de semana, sembrado siempre de ocasiones pecaminosas. Con estas charlas, se fomentaba nuestra generosidad, humildad, espíritu de sacrificio, esfuerzo, disciplina y otras virtudes parecidas.

No obstante, la facultad que nos recomendaban cultivar, por encima de cualquier otra, era la voluntad. Un alumno sin voluntad era un veleta, un flojo, un sujeto sin personalidad y un abúlico, incapaz de plantar cara a las malas compañías que el día de mañana, posiblemente, le arrastrarían hacia la perdición. Por el contrario, con una voluntad fuerte, prácticamente, te asegurabas el triunfo, el brillo social y la posibilidad de escalar las más altas metas en el futuro. Sólo era cuestión de apretar el acelerador de la voluntad. Por ejemplo, si habías sacado en Latín un cuatro con cinco, con un poco de voluntad, la quincena siguiente te pondrían un notable; si en Química habías tenido un ocho, con algo más de voluntad, podías llegar al nueve e incluso al diez. Y con la misma medicina se resolvía cualquier problema de la vida en el colegio. ¡Hasta en deportes! Si eras un “negao” en baloncesto o fútbol, con voluntad y práctica podías eclipsar a Manolo Ballesta o al mismísimo Antonio Lara, dos ídolos reconocidos y admirados en estas disciplinas. El inspector lo decía tan serio y con tal seguridad que, al menos a mí, me convencía.
Luego, al comentar entre nosotros estas cosas, unos, los más ingenuos, estábamos de acuerdo con el inspector en que «querer es poder»; en cambio, los inteligentes decían que «nadie tiene lo que quiere, sino lo que puede» y además, algún compañero aseguraba que, según su abuela, «el Infierno estaba lleno de buenas intenciones».
A partir de aquí surgía la duda, que es el inicio de la sabiduría, y uno no sabía qué camino tomar, ni a qué carta quedarse. Era como ofrecer sacrificios por la salvación de los infieles: como nunca llegabas a saber el resultado del ofrecimiento, dudabas de su eficacia y terminabas cansándote y dejando en paz a los pobres infieles, para que cada uno se salvara como pudiera; y echándole a la cosa voluntad, como nos aconsejaba el inspector.
Después, la vida nos ha enseñado, como hacían nuestros educadores, que «somos barquitos veleros que navegan en la mar» y vamos adonde nos lleva el viento, o la Divina Providencia nos depara. Y a pesar de reconocer que es muy importante tener voluntad y pulso firme, a todos nos encantaría navegar en buen barco, con buen timón, tripulación experta y viento favorable. ¿O no?
Se cuenta, que Juan Belmonte tenía en su cuadrilla un banderillero que, en tiempos de Franco, llegó nada menos que a Gobernador Civil. Cuando alguien le preguntaba al maestro qué había hecho el chaval para llegar tan alto, éste se limitaba a contestar:
—Pues ya ve “usté”… degenerando…

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