Calles para todos

21-09-07.
Hoy es un día especial en mi colegio. Vamos todos en bicicleta desde el paseo marítimo hasta las puertas de las clases. Todos: docentes y alumnado. Nos acompañan varias patrullas de la policía local y, probablemente, el Alcalde de Málaga. La iniciativa es de un compañero ‑Alonso González Ruiz, presidente de la asociación “Ruedas Redondas”‑, que se ha propuesto revolucionar la movilidad en nuestra ciudad. Leed su artículo, publicado en la prensa malagueña. Por su interés lo incluyo en mis colaboraciones en nuestra página web.

CALLES PARA TODOS
“Perdonad las molestias. Estamos jugando para vosotros”. Es la frase que aparece junto a un dibujo alusivo a una obra en la portada del delicioso libro “La ciudad de los niños” de Francesco Tonucci. Quizás a la mayoría les parezca absolutamente banal y sin sentido. Invito a los que lean este artículo (que no son niños) a analizar la ciudad desde la perspectiva de 1,10 m y volver a ser un parvulito que va a la escuela: la cerradura de la puerta sería demasiado dura para nuestras fuerzas, la altura de la botonera del ascensor estaría demasiado alta y además estaría prohibido usarlo sin un adulto; quizás nos caeríamos por las escaleras; tampoco llegaríamos al portero electrónico (ya no hay de carne y hueso). La altura de los coches nos impediría ver la calzada para pasar con seguridad. Una vez en ella, no conseguiríamos cruzar el semáforo, ya que la frecuencia está preparada para otras zancadas. Aspiraríamos muchos más gases, ya que se concentran abajo antes de subir y esparcirse. Como mamá no me ha echado la merienda, rememoraríamos el cuento de Garbancito detrás del mostrador. Tendríamos que sortear infinidad de obstáculos en la acera: coches aparcados, baches enormes para nuestros piececitos… Claro, no nos encontraríamos ningún niño en nuestras circunstancias con el que pudiéramos hablar y jugar: a unos pocos los llevarían andando (más bien a rastras) bien cogidos de la mano; la mayoría saldrían de esos coches que taponan las entradas a los colegios y son los responsables del 30% del atasco matutino; y otros nos saludarían somnolientos, bajando de un viejo y pestoso autobús escolar que ya no sirve para los turistas.
Algunos creerán que esto ha sido siempre así. Yo puedo decir que mi padre sólo me llevó una vez al colegio: fue a rastras y a lágrima viva, cuando ingresé en parvulitos a los cuatro años. Nunca más me llevó, ni me recogió. Sin embargo, yo he tenido que llevar a mis hijos por las mañanas a estudiar desde preescolar hasta la universidad; y por las tardes, al parque, a nadar, a música, a la academia… hasta los he recogido después de irse de «marcha».
Me dirán que la ciudad actual es muy peligrosa para los niños: el tráfico, la seguridad, las malas compañías… Al contrario; creemos que el campo, los bosques no son peligrosos: los protegemos, los idealizamos…
Antes, el campo y el bosque era lo peligroso (todos los cuentos nos lo recordaban); la calle era el refugio, nuestro lugar de juegos, nuestra bodega para madurar personal y socialmente. Nuestra casa era austera y no teníamos apenas juguetes. Ahora encerramos a nuestros hijos en minúsculos pisos, atestados de artilugios electrónicos, y los condenamos a una vida sedentaria; y a nosotros, a ser resignados canguros y taxistas.
Las ciudades las han tomado los coches: ellos dirigen el urbanismo y convierten el tráfico en el problema más importante: las calles se convierten en carreteras, las plazas en aparcamientos y los cruces en rotondas; se apropian vorazmente del espacio y nos devuelven humo, ruido y sangre; y… encima no solucionan nuestro derecho de movilidad.
Yo me pregunto: ¿Esto es irreversible? NO, ROTUNDAMENTE NO. En Estados Unidos se gastan millones de dólares en hacer numerosos pequeños túneles para que los sapos crucen las autopistas de los humedales a sus lugares de reproducción… y son unos “asquerosos” sapos. En España, también tenemos muy en cuenta a toda la fauna cercada por las autopistas o el AVE y también nos gastamos millones de euros en maquillar el problema con las declaraciones de impacto medio-ambiental. A veces, surte efecto y un pequeño y «feo» animal en peligro de extinción ha parado o desviado una poderosa infraestructura. Si nos gastamos ese dineral en los animales, ¿Por qué se lo escatimamos a nuestros preciosos niños, a nuestros venerables ancianos, a nuestros queridos minusválidos y al resto de ciudadanos
Vivimos en ciudades mediterráneas en las que el clima y la cultura ha ayudado a crear unos centros históricos envidiables; en los que los juegos de los niños, el murmullo de las charlas y las campanas han acompañado el ritmo pausado de nuestros paseos, nuestras compras, nuestro ocio y nuestros latidos amorosos. Y esto no está perdido: hace unos días lo reviví en una plaza de Segovia… y puedes sentirlo en otra escondida de Málaga o de Gerona… Sabemos vivir y, sin embargo, envidiamos esas frías, verdes y ordenadas ciudades del centro y norte de Europa, porque cuidan los espacios públicos y han domesticado al coche: se restringen los carriles, se amplían las aceras; incluso, el itinerario peatonal es plano y son las máquinas las que tienen que sortear los desniveles que, junto con otros obstáculos, impiden que circulen a gran velocidad y contaminen. Allí los coches están discriminados: les cobran una tasa, no hay aparcamientos rotatorios en el centro ‑que atraen a más coches‑, que son sustituidos por otros disuasorios en las afueras que conectan con el transporte público o la bicicleta. Los holandeses no tienen otros genes; ellos se lo creen y, para los no convencidos, el impuesto anual del coche es similar al que pagamos aquí al comprarlo; la gasolina ronda ya los dos euros y, como no hay fábricas de coches, no tienen que contentar a los constructores, perdonándoles el impuesto de matriculación. Tampoco los suecos son distintos; pero al que conduce borracho, lo meten directamente en la cárcel hasta que el juez decida.
No, no es irreversible. Podemos recuperar el tiempo perdido como nuevos ricos y volver a restituir los espacios que en nuestras ciudades han sido robados a las personas. Es necesario pacificar el tráfico, darle prioridad al transporte público, a los peatones y a las bicicletas. Convertir los nuevos espacios en barrios autónomos con plazas, mercados y edificios culturales, educativos y de ocio. No nos dejemos embaucar por los “inversores” que nos prometen ciudades dispersas con grandes torres, con barrios especializados que generan más tráfico y más frustraciones. Los alcaldes deben ser entusiastas y valientes para abordar estos cambios de futuro y, a veces, deberíamos convertirnos en niños para ponernos a su altura.
Cuando esos locos bajitos puedan ir solos al cole andando o pedaleando, tendremos una ciudad viva en la que las personas se relacionen, que es para lo que fue creada. Entonces tendremos CALLES PARA TODOS.
Por si no lo saben, es el lema del Día sin Coches, que se celebra en toda Europa el 22 de septiembre.
Alonso González Ruiz
Presidente de la Asociación “Ruedas Redondas”

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