Un abrazo de hierro

21-04-07.
«En pie, compañeros de ilusiones…», mis muchachos de la Segunda División:
Nada, lícito o ilícito, me seduce hoy tanto como reencontrarme con vosotros; y nada me produciría mayor encanto.
Sed más compasivos conmigo que los años, y perdonadme la ausencia. Y iojalá! mis palabras os cosquilleen un poco con algo de la emoción y el cariño con que yo os las escribo.

Treinta y ocho años nos separan. iCuánto de vida se me han llevado! Mis padres, hermanos, grandes amigos, vigor, oportunidades, salud… Sin embargo, en mi largo y ajetreado vivir pastoreando muchachadas, no han logrado llevarse la jugosa, bella memoria que de vosotros guardo, con vuestros nombres y apellidos. ¿Memoria privilegiada? ¡No? i Memoria del corazón! Corazón que, insensiblemente y a mis espaldas, os fue erigiendo un monumento como aquel de Horacio, aëre perennius, más duradero y fuerte que el bronce, la distancia, el olvido y el silencio. Monumento que me lleva a recordaros por lo que me quitasteis y por lo que me disteis. Jamás pensé yo echar mi vida por sendas de Pedagogía y Psicología. Al dejar Comillas, la Safa era un intervalo para aquietar el espíritu y decidir entre el guirigay de profesiones que me seducían: médico, escritor, agricultor, misionero… No me disteis tiempo. La Segunda, vosotros me atasteis y me marcasteis el rumbo. Y yo, a sabiendas de que mi elección, por romántica y sensiblera, era equivocada, me dejé guiar por vosotros que, más que seguirme, me llevabais en volandas. ¿Qué pintaba un ex-seminarista simplón, apestando a sacristía, en la formación de arrapiezos sobresalientes en CI (coeficiente intelectual) y en valores humanos? Ítem más: sin carisma. Todo el mundo en el colegio me hablaba del carisma. Don Diego tenía carisma, don Benjamín… El del padre Sánchez era enorme; y el de Galofré y el de Navarrete. Y yo, ¡pobre de mí!, sin carisma. Tentado estuve de pedir al padre Sánchez o a don Diego que me enseñaran su chisme… su carisma ese…
Ciertamente, me empujasteis a tomar la senda menos apropiada a mi personalidad: tímida, insegura, patológicamente indecisa. Los resortes educativos que, por identificación, se activan en el educando respecto al educador, se anulan si aquél no siente atracción por éste. Añádase a esto mi falta de dotes musicales, de preparación deportiva, mi carácter mesetario y el ambiente de un internado, que se presupone mustio y educativamente estéril, cuando no insano. El fracaso sonoro y rotundo estaba cantado. Y, si no lo fue, a vosotros, a vuestra delicadeza, cooperación entusiasta y estimulante receptividad lo debo. Cualquier cuerpo invasor, por tosco que sea, transforma las conchas perlíferas en gemas valiosas.
¿Qué me disteis? Confianza en mí mismo. Me contagiasteis ritmo, entusiasmo, transparencia, generosidad… Todas las prendas que conlleva una juventud vibrante y sana. Enriquecisteis mi vida, haciéndome un relicario de vuestras confidencias. De la mano de algunos, entré descalzo en su alma a contemplar el primer amanecer del amor… Me ayudasteis a descubrir experimentalmente que el corazón de los niños y de los jóvenes es un yacimiento inagotable. A rescatar y aflorar potencialidades y valores, me entregué con callado fervor. La incomprensión, el desaliento y el egoísmo me hicieron, muchas veces, poner más encanto en mis palabras que en mis obras. Me jubilé a los 68 años, en 1992. Era director de un colegio mayor. Escribí una oración sangrando sinceridad. Hube de contabilizar logros y fracasos… Mis américas pedagógicas…: ¡Úbeda!, ¡vosotros!, cuando de menos saber educativo disponía, salario miserable y control de iniciativas asfixiante. Y es que las tierras, realmente feraces, aun con mal cultivo, brotan mejorana y hierbabuena fragantes. ¿Os explicáis ahora por qué seguís frescos en mi vida? Sabía que mi estancia en la Safa sería breve; y, por eso, grabé vuestros nombres en el libro de mi vida: si os olvidaba, perdía un tesoro.
Y ya en el atardecer ‑balance final‑, pensando que no dejo hijos, ni libros, nada importante, ni siquiera una fuente, un banco de piedra al borde de un camino, me inquieta el saldo postrero. Y me acuerdo de vosotros como baza en mi favor. Con vosotros, si no acerté, sí trabajé con entusiasmo y entrega. Y, pensando en vosotros, rezo con el poeta:
Señor, ya no tengo nada
de cuanto tu amor me diera.
Todo lo dejé en la arada
en tiempos de sementera.
Vuelve tus ojos allí
que allí he dejado unas flores
y ellas te hablarán de mí…
Amigos míos, cuando yo ‑no tardando‑ me vaya, habladle a Dios un poco de mí. Yo, en tanto, le pido para vosotros «espigas, olivo y viñedo en flor», y una estrella luminosa e inquietante. Y en el Señor os envío, de todo corazón, un abrazo de hierro.
Valladolid, año 2000.

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