«Tempus fugit»

19-04-07.
En el año 1966, ejerciendo de maestro en Madrid, en el barrio de El Batán, tuve necesidad urgente de dinero para la compra de una Lambretta (25 000 pesetas ≈ 150 €), porque el suburbano, el metro y el autobús que me llevaban al centro de la capital me producían claustrofobia. Era mi segundo curso de maestro de Primaria, en El Hogar del Empleado, y apenas si llegaba a fin de mes con lo que cobraba (unas 5 000 pesetas ≈ 30 €). Mis padres no me podían ayudar y recurrí a Jesús María Burgos, mi amigo, para que me sacara del agobio. Le dije que le iría devolviendo el préstamo. No me respondió. Entendí que no era tan amigo, como yo creía, y desconecté de él.

Veinticinco años después (en 1991), recibí en Úbeda esta carta suya, desde Majadahonda (Madrid), en donde estaba trabajando:
Muy señor mío:
Voy a sisarle tiempo y atención; por esto le ruego tolerancia y amabilidad con mi ruego.
Todo se origina, pienso yo, en una confusión flagrante, una reiterativa homonimia. José María, en España, es un nombre abundoso como los hongos en los otoños blandos. Y los berzales… ¡qué decirle a usted de la rica col…! Reconozco que hace usted bien en llamarse José María y, ¡muy bien!, apellidándose Berzosa. Que ¿a qué viene todo esto? Pues verá usted. “Yo soy aquél que ayer no más” –el año 1956‑ di un bote de Cantabria, verde y azul, y amanecí por los cerros de Úbeda. ¡Qué cambio, Dios mío! Supe acá de gachas, migas y alcauciles… De contubernios místicos y de pelotaris sin frontón. A la intemperie de ideales, de amigos y de futuro, entretuve mis hambres y nostalgias, jugando a educar muchachos… No sé si lo hice bien o mal…, pero el entretenimiento era jugoso y, como tras Comillas, tenía que ajustar mis esquemas vitales. Seguí… y seguí… Tímido e inseguro, nunca había pensado yo en pastorear zagales. Yo no sé si lo hice bien o mal; pero llegó a gustarme. Trabajé con ilusión; a mi aire, que no era precisamente el aire del Espíritu Santo. El “Puenma” que tenían enjaulado unos cuantos reverendos SJ: padres Galofré, Flores, Bermudo, Sánchez… Quería a los chicos, me preocupaba por ellos… A ninguno negué mi generoso presupuesto de luz y calor, lo único que yo podía dar… A unos pocos les abrí las últimas puertas y les senté a la mesa íntima: Ferrer, Lara, Pablico, Blas, Gomera, Garrido, Lorite, Arevalico… Hubo uno a quien abrí con recelo la puerta sagrada. Terminé partiendo con él, sin reserva alguna, en un franco tú a tú, el pan de la amistad. José María Berzosa se llamaba. Y aquí, buen señor, tiene usted el objeto y motivo de estas letras. El Berzosa, mi amigo, se me perdió entre la niebla del tiempo. Nunca más supe de él… Hasta tres epístolas le escribí, no sé ya cuándo, a Peñuelas 9. Otras tres veces, con el corazón saltarín de recuerdos y alegrías, me he personado en Peñuelas 9. ¡Nada! Dejé avisos a vecinos y a algún conocido común. ¡Nada! Entonces he pensado que el José María de Peñuelas 9 es un tocayo del Berzosa que yo busco. No puede ser de otro modo; pues el “mozo” de mi cuento, aunque, siendo jiennense, abundaba en cuento ‑seguro estoy‑ tras tanto afán y rastreo canino de mi lado, por reencontrarle, que me hubiera escrito, al menos, un frío‑frío. ¡Ya, ya sé que el andaluz es veletero, como La Giralda, y olvidadizo como la sombra! Que se le secan, se le agostan amistades y palabras por falta de tempero profundo; pero no. Yo sé que Pepe Berzosa ‑todo lo fullerote y vividor que usted quiera‑, de haber conocido mi empeño por reencontrarle, hubiera hecho diligencias… Además, agudo e inteligente, tiene que haberse acordado alguna vez de mí y de mis años; y, sin duda, habrá intuido que ya andaré desandando viejos caminos; y que, sin duda, en ellos se encuentran seres queridos a los que dejamos, muchos años hace, con la luz de la ilusión en el rostro; y que hoy nos gustaría verles con el sol en la frente, repartiéndolo a sus discípulos. Y entre ese pelotón de benditos muchachos cuarentones, veo siempre al Berzosilla, titiritero y bailarín. Pero, salvo el recuerdo, no logro dar con él.
Si usted le hallase, dígale que vivo y que me gustaría hacerle heredero de una pluma, del sol de otoño y los cien verdes cambiantes de las arboledas… Del humo blanco y oloroso de las casas de adobe, y de mil maravillas sin cotización en bolsa. Y, por supuesto, del compromiso‑oro que entraña una buena amistad. Hasta tres y cuatro veces pensé si procedía con Pepe Berzosa saltar el listón de la confianza de la relación alumno o educando y educador. Y cuando le abrí la puerta:
No te preguntaré de dónde vienes
ni adónde vas. Pasa adelante, hermano.
Partiremos los males y los bienes
de mi zurrón de viejo castellano.
Esta es mi casa, adobes, tierra; quienes
la amasaron murieron un verano
con un dolor de siglos en las sienes
y un puñado de espigas en la mano.
Partiremos los males. ¡No! Son míos…
Para mí la sequía y los fríos.
En fin, señor Berzosa, que me canso de escribir. Me hubiera gustado acabar describiéndole, en colmado retrato, a su homónimo. Tenía mujer, Tony ‑una maravilla‑ y dos hijos: Daniel y Raquel. Cómo me hubiera gustado que su buen padre, al que yo quise hacer catedrático o periodista en Suiza, les hubiera hablado alguna vez de mí y me hubieran sentido un poco tío‑abuelo. Tenía también padre y madre. Creo que se llamaban José y Lidia. Dos hermanos gemelos… y una Lidia pequeña.
Muchas gracias, señor Berzosa.
Jesús María Burgos.
Esta carta es la de un amigo, no la de un profesor. Esta carta está llena de ironía (‘figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice’); ironía amorosa, por supuesto. Y, con este ejemplo, creo que puedo convencer a algunos de que la ironía no tiene por qué ser un concepto negativo.
Hice las paces mentales y fuimos a verlo a Majadahonda, Tony y yo. Desde entonces hemos estado en continuo contacto postal, telefónico o personal, hasta su muerte, de la que el 21 de abril de 2007 hace un año.
Por eso me atrevo a publicar esta carta suya, para que nos demos cuenta del grandísimo corazón que tenía con muchos de nosotros. No con todos, porque el cariño se da subjetivamente. Así, él dudó de mí al principio. Después, creo que he sido uno de sus mejores amigos. Y, para mí, a pesar de mi discrepancia alargada, ha sido el mejor profesor, educador y amigo que he tenido en mi ya larga vida.
Tras nuestra visita a Majadahonda, le envié unas fotos del encuentro y él eligió una para componer este conjunto, que me remitió por correo. Efectivamente, tempus fugit, ‘el tiempo pasa’.

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