El expolio, 2

15-06-2088.
Se logró conectar con don Santiago Aracil. La temperatura del pequeño estudio subió de grados. Nuestro obispo y pastor reprendía caritativamente los descuidos, afirmando que habría que ir a un sistema de alarmas más eficaz. Ya era la segunda vez que ocurría… En la primera ocasión, hacía ya medio siglo, el más terrible de los jinetes apocalípticos había dejado al Cerro sin joyas, sin muros, sin símbolos; y lo que había sido mucho peor, sin el Mandamiento Nuevo.

Ahora no se sabía a lomos de qué conciencias volvía a repetirse la requisa. Don Santiago no dejó pasar la ocasión para recordar a los cofrades y diputados que el “asunto” de los estatutos lo tenía santa y pastoralmente preocupado.
Desde latitudes tan apartadas como Santa Coloma de Gramanet, San Pedro de Alcántara, Santa Cruz de Mudela, Campillo de Arenas y Colomera, la Reina de Sierra Morena recibía devociones y cariños.
Terminada la sesión radiofónica, se acordó allí mismo, dada la urgencia, formar una “Comisión de desagravios”, cuya presidencia de honor recayó en el obispo y los trabajos los asumían Paco Calzado, Pepe Moreno, Alfredo Ibarra, Manolo López Pérez, Joaquín Colodrero y el siempre precavido Bernardo Estepa. Digo lo de precavido porque, años antes, desde su concejalía de Cultura en UCD había puesto al “Greco” tal artilugio de antirrobos, que los párrocos titulares no encontraban los interruptores de los focos cuando algún turista despistado intentaba contemplar la Oración del Huerto.
Enrique Gómez, del Instituto de Estudios Giennenses y ya candidato a los Archivos, se excusó, alegando que estaba tan afectado por el desaguisado que su mejor contribución a reparar el daño sería la de editar un librito con los orígenes de los pitos romeros. Meses después, el Académico de la Real Academia de Córdoba cumplió su palabra.
Tal era mi estado de ánimo, tanta suspicacia almacenaba en mi interior contra el Cáliz de Cristal, tanto temor a verme complicado, que aquellos comisionados, al observar mi palidez, creyéndome enfermo, me libraron de cargas momentáneas, insinuándome que podría organizar “el día de la Poesía Romera”.
La indignación en la calle saltaba a la vista. Reuniones, corrillos, grupos y camarillas se repartían las aceras para sobar el tema. Andújar se había movilizado con tal fervor, tanto que, si tal empeño y devoción los hubiesen puesto las fuerzas “vivas” de la ciudad y “las muertas” de los políticos en traer desde Sevilla un Hospital para Andújar, hoy por hoy los “rorros” de aquí no harían su primera Romería hacia la luz del Sur por las trochas de Fuerte del Rey, pasando por La Higuera.
Entre aquella sarracina cristiana, mi mente vagaba por otros mundos más paganos. Me preguntaba si en aquella hora ‑eran ya las diez de la noche pasadas‑ Belisa estaría en Yepes. Por mi cabeza deambulaban duendes y fantasmas…
¿Por qué habían desaparecido de sábado a lunes todos los inquilinos del número 24 de la calle Alfareros?
¿Qué peregrina coincidencia había apañado el destino para que mis sospechas me hicieran palidecer?
¿Sería posible que aquel sabio de Alexis comandara un clan tan esperpéntico? 0… ¿serían mis sospechas tan absurdas como los disparatados comentarios de las gentes?
Volvía para el Ateneo, en compañía de don Bernardo, cuando nos encontramos con Margarita Córcoles. Empapada entre lágrimas y rímeles, nos dijo:
—¿Habéis visto qué desgracia? ¡Esto antes no pasaba!
Y, entre suspiros y avemarías purísimas, juraba y perjuraba que estaba dispuesta a subastar, “para la Virgen”, a su mula Blancanieves.
La llantina de “la Margarita” tuvo tal cantidad de adhesiones que, en tres minutos, la puerta de la Ermita, lugar del encontronazo, parecía estar en tarde de jueves de Romería. Un continuo rosario de gentes entraban en la capilla de los trinitarios para postrarse ante la Señora del Cabezo, en la creencia de que la fe popular movería las montañas hasta el milagro.
Entre los que salían con los ojos encendidos se encontraban dos romeros empedernidos. Eran Paco Fuentes y Montse, su mujer, que con el alma hecha un madroño acababan de recitar ante la Virgen estos entrañables versos:
Y el otoño se puso carmesí,
y el otoño se hizo primavera.
Fue en octubre, que gritaron
«¡Viva la Morenita!»
mil gargantas madroñeras.
Ellos, como otros muchos peñistas romeros, estaban apenados. A un mes escaso de que se celebrase la más añeja romería de Andalucía, nadie podía cruzarse de brazos; mucho menos morder el berrinche que supondría ver al Niño sin madroñico con que jugar.
Alguien de aquel grupo apuntó la idea de hacer una visita a Teresa, la vidente de más prestigio del entorno, que llevaba un lustro largo establecida con bola y tarot en el viejo barrio de la Judería, no llegándose a ningún acuerdo formal, dada la división de opiniones.
Disuelto el cónclave callejero, quedando en remover “Roma con Andújar”, don Bernardo y yo pronto dimos con los codos en el mostrador de costumbre.
El Ateneo estaba tranquilo. Pedimos dos “Castillos de Aljornoz” y mandé invitar al resto de la parroquia. No fue aquella una ronda de ruina. Con setenta duros correspondí a las continuas atenciones que recibía de Diego Lomas, cuando no de Daniel, que andaba de doblones casi mejor que de pellejos.
Allí volvimos a comentar el tema de actualidad. Diego estaba doblemente afectado. A su condición de fervoroso cofrade de la Patrona, se le sumaba el de tener preparados diez millares de estadales para la Fiesta. Temía, según comentaba, que por causa del robo, las velas rojas de las rogativas lucieran con tal fuerza que apagasen los latidos pectorales de sus cintas. El dilema era grave. Si la orfebrería de la Virgen no aparecía, los cereros pontificios y demás “Bellidos” harían su agosto; pero si por un milagro se encontraban los oros sagrados, hasta los cirios verdes y las alcabalas del viento volverían por el Cerro.
Santiago de Córdoba, que andaba por allí como distraído ‑cosa en él natural en las vísperas de los Plenos Municipales‑, más cerca de los hombres que de los santos, más agnóstico a los cincuenta que creyente a los veinte, sonreía y callaba. Quien no le hubiese conocido lo tendría por sospechoso. Tal debería ser su regocijo interior que hasta los triángulos teleros de su pajarita parecían revolotear.
Comprendí su contenido alborozo. Las debilidades de los hombres le daban, una vez más, argumentos para sus Cuadernos de Historia. Hacía unos pocos meses que Santiago había estudiado a fondo el viaje de las alhajas y joyeles primitivos hacia Moscú. Ahora, con el infausto hecho, se potenciaba una de sus máximas: «Los pueblos repiten su historia, cuando pierden la memoria».
María Luisa hacía lo de siempre: ver, oír y callar. ¡Mal asunto! Cuando ella, sin bullas y estando los justos, no metía baza, era evidente que algo importante se cocía en los túneles de su intuición femenina.
Medialdea, como buen ubetense, salió por los cerros.
—¿Por qué no llamas a Monseñor —dijo, dirigiéndose a don Bernardo— para que venga a celebrar una misa a Santa Rita?
Monseñor era el Obispo Castrense de Madrid, insigne andujareño, el Ilustrísimo Sr. Obispo don José Estepa Llaurens, hermano de mi maestro. Lo de santa Rita supongo que lo diría Medialdea, por el santo refrán. El pueblo había regalado en 1909 a la Virgen y su Niño coronas, rostrillos y resplandores. Y en nombre del pueblo le fueron arrebatados en 1936. Advino la paz… y en el año santo de Sierra Morena ‑el muy mariano de 1959‑, el pueblo, sabio una vez más, volvía a coronar con 1220 brillantes finos, 350 diamantes rosa, 96 diamantes finos, 123 rubíes orientales, 26 esmeraldas, 12 amatistas, 240 zafiros azules de Ceylán, 254 perlas finas, 31 gramos de platino y 1329 de oro, a su Reina del Cabezo. Su Santuario no se rendía…
Mi silencio sólo era superado por el reconcomio que me mordía. Incluso había un matiz en el ambiente, imperceptible a los demás, que aumentaba mis resquemores. Y ese sutil aspecto consistía en que nadie daba una queja ‑menos una lágrima‑ por los cálices, las patenas y el aguamanil.
Creo que ha sido la única vez que he coincidido con el sentir de los párrocos, ya que, reunidos en la sacristía de Cristo Rey, acordaron leer un manifiesto el domingo siguiente en misa de doce, advirtiendo de los excesivos llantos romeros y los escasos triduos de desagravios eucarísticos.
Andújar, cristiana vieja, se olvidaba de los Vasos Sagrados. Pero para mí tal olvido me era imposible. En el Cáliz de Cristal había visto decenas de vasos diferentes: griales, copones, cráteras y ciborios. Copas de vidrio tallado, de vieja terracota, de mármol, de plata y oro, capaces de servir todo el vino de las cenas de Nabucodonosor.
En Andújar, las gentes no eran diferentes del resto de los humanos. Tebas, Babilonia, Hastinapura, y así todos los pueblos sagrados, se habían dejado expoliar los cálices y los libros.
Y Andújar era una ciudad expoliada mil veces. Andújar, la que mira a la montaña extasiada de delirios, ajetreada de fiestas, descuidaba las ánforas de sus leyendas y el celadón de sus vinos sagrados.
La visión agosteña de la MADRE, el sueño del calcañar aplastando a la serpiente, la quimera de la lluvia de estrellas, el espejismo del dolmen granítico sobre la sierra negra, prevalecía sobre el sudor ensangrentado de Getsemaní, obscurecía los fulgores del Tabor, enmascaraba el crimen del Calvario.

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