Cuento real

24-02-2007.
(Parece “contradictivo” el título, ¿no?)
 
Este año quiero contaros un caso que recuerdo de mi infancia.
En aquellos años, hace ya miles, como no teníamos ordenatas ni vídeo‑consolas, ni internet (sólo internado), ni edad para presumir ante las muchachas, ni dinero ni para siquiera comprarnos el lápiz de la escuela, pues eso, que uno de nuestros juegos preferidos era el de luchar en “el campo de batalla” con nuestras espadas que nosotros nos fabricábamos con una rama de olivo o el marco de una ventana vieja y los escudos de cartón que nos dejaba José María “el Pandereta”.

Teníamos dos bandos bien definidos y Dios neutral. Volvíamos cansados y felices dispuestos a soñar que éramos protagonistas de mil aventuras como centuriones romanos o señores de las cruzadas. La sangre no llegaba al río; es más, nunca moríamos.
Pero hete aquí que un día aparece un “enemigo” con una espada que ni la del Cid era mejor. Su padre se había esmerado a conciencia. Era redonda, a la medida, afinada en menguante de la mitad a la punta. Tenía una cruceta o salvapuños recortado, reforzado y adornado con semiarco casi gótico bien pegado con Imedio. Toda ella fue lijada con “lija del 2” y rematada con fina.
Le había dado dos manos de barniz y otras tantas de pintura antioxidante. Finalmente, la laca untada con no sé qué artilugio (dicen algunos que el padre la espolvoreaba con la boca, pero esto no se pudo demostrar) hacía que el sol brillase como si fuera buen acero de Bilbao (que por entonces era una ciudad muy lejana, pero en paz). El niño era el hombre más feliz del mundo y no porque tuviera un arma que había costado un capital, sino porque, aun de condición pobre, tenía en su poder el sueño de cualquiera, incluidos los niños ricos.
Los ojos los tenía como si a su padre le hubiese tocado cinco millones de euros en la Primitiva; o se hubiera encontrado con Esther Cañadas, pero adaptada a sus medidas; o hubiera encontrado un trabajo fijo en el Ayuntamiento; o todo junto.
Mira, no tengo palabras: el niño ni andaba. Sus pies daban saltitos, pero no caían los dos a la vez. Era como entre trote de potrillo salvaje y andares de jirafa amanerada. Su cabeza se balanceaba ora a la derecha, ora a la izquierda (si es igual), acompasando sus anchos cachetes.
La mano que la empuñaba ni se atrevía a sujetarla con fuerza. La boca entreabierta y entrecerrada (todo junto‑a la vez‑al unísono‑y‑al mismo tiempo). No tenía oídos para oír los piropos que le decíamos a la espada.
—Mi padre… —decía encantado. (“Agilipollao”, diríamos hoy).
Tres segundos. Palabra de honor que el combate duró tres segundos (o a lo mejor fueron dos, porque ninguno teníamos reloj por entonces). Mi “pata de olivo” tropezó con su buena espada Tizona II… El sol se paró. El aire se agachó, apagándose. Los pajarillos, siempre espectadores y animadores de nuestras luchas, se callaron de inmediato. Era primavera; lo recuerdo muy bien.
El niño, mi hasta entonces amigo, se había quedado como si se hiciera el muerto ‑pero, de verdad‑ cuando le recogí los tres pedazos desiguales y astillados, y se los di con lágrimas en los ojos a la vez que, inútilmente, intentaba unirlos.
De él sólo sé que es un jugador mediocre de dominó, del Tipo Nepomuceno Dominante, en su acepción de Santo, naturalmente.
Si miento es sólo con la cabeza.
No queda prohibida la reproducción total ni parcial de este artículo.
(También se puede piratear).
DEDICADO A LA GENERACIÓN DEL “CERRICO VILCHES” DE ALCALÁ LA REAL, EN MEMORIA DE RAFAEL SÁNCHEZ MARTÍNEZ (PICHUQUI) Y QUE ESTE AÑO NOS REUNIREMOS PARA REMEMORAR AQUELLOS TIEMPOS Y CELEBRAR NUESTRAS “BODAS DE ORO”.

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