El vino

27-01-2011.

Te he hablado ya tanto del vino que no sé si te he dicho que es para mí como el espejo del hombre. El más cruel de los espejos, por ser el más lúcido, pues no disimula ni una arruga del rostro ni el más mínimo indicio de ruina. Pero, a pesar de su desvergonzado silencio, acudimos a él con la certeza de que no nos defraudará: el joven, porque quiere ver afianzada su juventud sin grieta y deleitarse con el esplendor repetido de su rostro; el que aún se cree hermoso, para contemplar y retener en su memoria el último rasgo incorrupto, la línea que aún conserva la tersura y el frescor de la belleza; el desdentado, para averiguar si le queda algún hueso sano en la boca y evitar incómodos accidentes; el aguerrido, para reconocer el poder de su brazo de hombre o la firmeza de sus músculos; el solitario, para buscar la compañía consigo mismo; el bardo, para escuchar su voz mercenaria, por una vez libre de precio; el enfermo, para diagnosticarse la salud o la muerte con la certeza de un falso Hipócrates; el loco, para encontrar la cordura perdida; el viejo, para recuperar el tiempo que se le escapó entre las manos con la misma celeridad que se escurre el agua de los arroyos entre los dedos de los pastores; el rapsoda, para recitarse a sí mismo los versos que no se atreve a decir ante los señores, al calor del fuego; el soldado, para ver otra vez el rostro del enemigo al que ensartó de la lanzada; el marinero, para admirar la soledad del mar, detenida en el momento preciso del ocaso. Tú, sin duda, amigo Cirno, con paciencia y observación podrías ampliar esta lista de devotos de Dionisos y sus razones. Hasta los más sabios acuden al vino con tal de fundamentar su verdad. Para ellos, es un espejo sin azogue, pues pueden traspasarlo sin herirse.

Sin embargo, la sabiduría que concede el vino no a todos se la otorga en la misma proporción, porque los hombres no tienen igual grado de inteligencia ni la misma sensibilidad.
Yo, gracias a su ayuda, pude resistir los primeros días de la campaña de Egipto.
Arrojé escudo y atalajes y conservé sólo la lanza. De noche, abandoné el campamento con la complicidad del desierto. Me encaminé hacia el mar. Tal vez me dieron por muerto en la batalla y mi compañero de Quíos estuviera buscándome entre los heridos y los muertos, en las horas de tregua. No me avergüenzo de la deserción. Sólo que hoy, el recuerdo de Egipto me sigue como una sombra en mis horas de borracheras o jaquecas. Unas veces, como un fantasma dislocado; y otras, como un agrio sabor de fruta desconocida que se muerde por primera vez.
Me recogieron casi exhausto, a las orillas del río Tasio. No tuve fuerza ni para alzar mi lanza y defenderme de aquellos que llegaban a mí. Miré sus rostros. No eran más de cinco, creo que piratas de las costas. Habían arrasado un pequeño poblado de pescadores y regresaban al navío, según supe luego. Sentí sus pies en mis costados y sus espadas apuntándome al corazón. Uno me arañaba con un estilete la piel del cuello. Me recogieron como a un cadáver. Nunca he logrado saber sus razones, y en verdad que lo he pensado muchas veces. De entre ellos, uno entendía nuestra lengua y, tal vez por ese motivo, sintió piedad de mí.
Tres días con sus noches estuve sufriendo delirios. Así me dijeron. Y que disputaron entre ellos si arrojarme al mar o retenerme en la embarcación. Pero, ya ves, Dionisos velaba por mí.
Cuando pude sostenerme sobre mis pies, abrí la boca para pedir vino. El que parecía entender nuestra lengua se lo hizo saber al que hacía las veces de jefecillo, que se rió a carcajadas por mi petición, y me hizo baldear de proa a popa toda la navecilla, cuando el sol estaba aún en todo lo alto del cielo y yo estaba muy escaso de fuerzas. Era mi trabajo del día. Luego, me dieron todo el vino que quise y pudo soportar mi estómago que, por el poco ejercicio de los últimos días, no admitió la medida que quise alojarme y lo arrojó de mala manera, ante las burlas de marineros, sobre la cubierta que antes había fregado con esfuerzo. Con los vómitos, quedé con el cuerpo doblemente dolorido.
En plena borrachera, y recuperando la libertad de mi lengua, me dio por gritarles:
A ti, que llevas en la frente los cuernos de la luna;
a ti, que luces en las nalgas los agujeros del amor;
a ti, reptil de ratonera, puta de burdel;
a ti, gloria de los héroes de las cloacas.
Al parecer, el jefecillo se dio por aludido y me arrojó frente a las costas de la isla de Ceos, a la que llegué nadando fatigosamente.

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