25-10-2009.
Avanzaba el mes de mayo. Los últimos días del curso, el colegio lucía espléndido como nunca. Fuensanta adornaba con infinidad de macetas todos los rincones.
Para preparar las vacaciones, la última charla formativa que nos dio el padre Pérez aquel año, tenía como eje motivador el Código de la Circulación y las señales de tráfico. ¡Cierto! Las pintó en la pizarra y nos explicó el particular significado de cada una de ellas.
Prohibido aparcar le permitía introducir el mensaje de la peligrosidad que suponía pararse delante de cines, o salas de baile que pusieran en peligro la limpieza y blancura de nuestras almas. Dirección prohibida, debía recordarnos que era mejor no pasar por lugares que pudieran suponer un peligro próximo o remoto de tentación. Prohibido girar a la derecha hacía referencia al dominio que habíamos de tener sobre la vista, para no ceder a la atracción de estampas o fotografías que faltaran a la moral o a las normas más elementales del pudor.
La verdad es que en nuestros pueblos, ni había bailes, ni cines peligrosos, ni calles que pudieran ponernos en peligro de pecado. Por no haber, no había ni quiosco, ni revistas que aconsejaran girar o no la vista a la derecha o a la izquierda.
A primeros de junio, los últimos repasos antes de los exámenes, las recomendaciones de los padres y profesores para el verano, el calor, los ensayos de la tabla de gimnasia que habíamos de representar ante nuestras familias, la preparación de canciones y poesías para la gran fiesta de Fin de Curso, la proximidad de las vacaciones de verano y la marcha a nuestros pueblos, daban lugar a un estado de alegría maravilloso.
El día más deseado del año, llegaba al fin.
Por la mañana, Luis, el jardinero, regaba el patio de juegos varias veces para evitar que se levantara la habitual polvareda. Todo el recinto estaba engalanado con banderas, que ponían una nota de color alegre y festivo en el ambiente. En la parte superior del patio, la que daba a las clases, se instalaba un gran escenario donde tenían lugar las actuaciones que con tanta ilusión habíamos preparado las últimas semanas. Frente a la entrada, se colocaba la tribuna, presidida por los sacerdotes del Centro, las autoridades locales y el médico que nos permitía “comer de todo”, Don Gabriel Tera. Al fondo, se colocaban nuestras familias. Y el centro del recinto quedaba libre para las demostraciones deportivas y de entretenimiento.
Al compás de una marcha militar, comenzaba el desfile de la mayoría de los alumnos, al que seguía una tabla de gimnasia rítmica, dirigida por don Rogelio, quien, aquel día, vestía camiseta blanca de manga corta en consonancia con su papel de instructor deportivo, concediendo un merecidísimo descanso a la gabardina, tipo inspector Gadget, que había lucido durante todo el curso.
Los alumnos que en los ensayos se equivocaban, cambiaban el paso en el desfile o se distraían al interpretar los ejercicios, eran excluidos para evitar que deslucieran la demostración; y con ellos se formaba un grupo de ayuda a los demás. Éstos eran los encargados de colaborar en “tareas menores”, pero necesarias para el desarrollo de la exhibición.
Si bien la dificultad de los ejercicios gimnásticos era mínima, el mérito de la realización radicaba en que el profesor procuraba no hablar ni una palabra durante el desarrollo de los ejercicios. Sólo con el sonido del silbato, debíamos entender y ejecutar paso a paso, el desfile, los cruces, las palmadas, los equilibrios, los saltos, etc.
Los generosos aplausos, las canciones y la marcha final indicaban que la prueba deportiva terminaba. Entonces, los que habían actuado se situaban en sus localidades y las madres trataban de encontrarles con la mirada para hacerles un saludo y decirles por señas: «¡Has sido el mejor! ¡Qué elegancia y marcialidad! ¡Si te viera tu padre!», y sacaban el pañuelo y enjugaban una lagrimilla, de pena y de recuerdo.
A continuación daba comienzo la carrera de sacos. Rápidamente, los alumnos que formaban el grupo de apoyo entregaban unos sacos a los contendientes. Se iniciaba la carrera. Situados tras la raya de cal que marcaba la salida y después de escuchar el silbato de don Rogelio, los corredores saltaban, caían, se levantaban y volvían a caer, para levantarse de nuevo y continuar saltando, mientras provocaban las risas del respetable. Aplausos y más aplausos.
Después los ayudantes colocaban en el suelo cuatro filas de seis aros de madera, cada una separada entre sí unos ocho o diez metros. Los aros eran de un metro de diámetro aproximadamente. Delante de cada fila se situaba un alumno que, a la orden de «¡Ya!», debía situarse dentro del aro, cogerlo por la parte delantera, subirlo desde los pies hasta sacarlo por la cabeza y volver a dejarlo en el suelo. A continuación corría hasta el siguiente, repitiendo el ejercicio y así hasta los seis aros de la fila y los seis de la vuelta. Los aplausos del público premiaban la destreza, rapidez y habilidad del vencedor.
Otra prueba consistía en colocar seis maletas también en fila y a la misma distancia. Las maletas contenían ropa grande y vieja: pantalones con tirantes, chaquetas de etiqueta, zapatos, calcetines y corbatas a rayas de colores; y, al final, un sombrero. El participante debía abrir una a una cada maleta e irse vistiendo aquellas prendas, que siempre le estaban exageradamente grandes. El porte cómico de los jugadores hacía reír mucho a los asistentes. Además, mientras unos estaban terminando, había otros que no eran capaces de abrir la tercera maleta, provocando los gritos de ánimo y ayuda del respetable.
Ganaba el que, después de haberse vestido todas las prendas, volvía a depositarlas por orden en las maletas y, después de cerrarlas, se colocaba en el punto de partida.
Había también juegos más conocidos, como la carrera con las manos atrás y, en la boca, una cuchara que sostenía una patata. Al que se le caía la patata de la cuchara quedaba descalificado.
Tras la parte puramente lúdica, comenzaba la musical, a base de interpretaciones del coro de voces blancas del colegio o actuaciones musicales, en las que intervenían grupos de cinco o seis alumnos. Una de ellas decía:
Somos los limpiabotas
y eso es verdad
flor de la aristocracia
de la ciudad.
y eso es verdad
flor de la aristocracia
de la ciudad.