No todo era paz en el jardín, 2

24-10-2009.
En una casa de convivencias, preciosa, en Majadahonda, convivió con una reducida comunidad de Operarios. Vivió muy a gusto. Sacerdotes cultos, encantadores… A veces, con Dios en silencio, pensaba que había optado prematuramente por un refugio, una vida sin significado para él. Pero no le parecía aquello tan vacío como para dar un portazo. Ni tan espléndido y claro como para hacerlo punto final de su existencia.

Burguillos aprovechaba cualquier ocasión para ver a sus niños. Ellos y sus papás pasaron con él algún fin de semana.
Lola y una hermosa hacienda sobre los Ojos del Guadiana lo reclamaban insistentes, acuciantes. Y, ¡cómo no!, también acudió a Ciudad Real…
Se le repetía el mismo proceso de siempre: la veleidad, que no la voluntad, le gobernaba. Muchas veces reflexionó sobre este penoso desquiciamiento de su conducta… Una vida sin rumbo cierto… ¿Dónde, cuándo extravió el camino? Acaso fueron aquellos años de guerra y de posguerra los que le desorientaron. Que él, a pesar de fríos y hambres, encarrilado y contento se hallaba en Murguía. Tal vez, la imaginación desbordada y el mariposeo hicieron lo demás.
Bien entrado julio de 1992, dejó Burguillos Majadahonda sin levantar el hato. Y acudió presuroso a Valladolid. Tenía que estar a su lado… Dudaron los galenos… Y él, tras cada nueva información médica, se sepultaba en el Manual Merck. Pruebas, cultivos e hipótesis confusas… Días hubo que estuvo a punto de aullar como una fiera y arrojar el Merck a los cielos… El entrañable Héctor, familiarmente “El Capi”, había padecido un absceso, un fuerte derrame sinovial en una rodilla. ¡Cómo le afectó! En la recoleta capilla de unas monjitas, se afligía inconsolable: «Tómame, Señor, y déjame vivir sano y feliz».
Por fin, tras días de reclusión y sin tratamiento alguno, Héctor pudo volver. Burguillos cruzó la terraza de guirnaldas e hizo poner luces entre las plantas. Y lo celebraron en su honor. Y no se hartaban de tenerle de nuevo en casa.
Fue un otoño pródigo en oros, frutos bien sazonados y perfumes en el aire. Los árboles jugaron a vestir pálidos, rojizos, ocres incopiables. La terraza era una bendición. Al poso de paz y sosiego melancólico, que bullía en el sol, le contrapunteaba la algazara de los niños.
Ese otoño, Burguillos acudió a Villaluz de Alba a despedir a doña Angélica. Tres días echó entre la luz y la tiniebla: la vida y la muerte. Muchas horas veló su apagamiento. A ratos lo confundía con Israel y le preguntaba por Jesús. Y le urgía a que lo llamasen o lo fueran a buscar.
Recobró la cordura y se despidió muy entera y muy en cristiano. Isadora a su diestra y él a la izquierda, le mantenían las manos asidas. Le cerraron los ojos y juntos lloraron sobre sus restos. Y se confortaron en un abrazo fraterno. Desde entonces, Villaluz, más que de Alba, a Burguillos le pareció un ocaso.
La Navidad se vino encima a zancadas: como de sopetón. Pero no le sorprendió tanto que no tuviera su programa pedagógico para la chiquillería.
Dios da la fe a quien le place. Contemplar estos misterios con la lamparilla de la creencia es empaparse todo en ternuras, alegría y seguridad eternas. Cuando esa lucecita parpadea y se extingue, todo se mira como un mito maravilloso, montado por la imaginación de los hombres, para aliviar o cobijar el desamparo trágico del ser humano.
A punto de caer las doce en la Puerta del Sol, Burguillos se hallaba solo. Confortado, pero solo. Con un pellizco de nostalgia… Tanta gente, tan querida, ya en el otro lado. Sus padres… Sofía, Miguel, José Luis Vilaplana, doña Angélica… Y otra nostalgia más aguda y más angustiosa: Dios, el Dios escondido, cuyo rastro no acababa de encontrar. Sería lo único sustantivo que diera sentido y razón a su vida, a sus proyectos. Y ya nada le parecería entretenimientos, matarratos. Porque la vida y la muerte tendrían un sentido.
En una sala de espera, un pingajo de revista estrenaba la tirada de 1993 con unas reflexiones sobre la soledad humana: «La soledad del que está solo no es la peor, porque siempre le queda la esperanza; pero a la soledad del que está acompañado por quien no le corresponde sólo le queda la desesperación». ¡Cuánto se baraja la soledad…! Acaso, en la realidad o en el riesgo, todos los humanos se sientan un poco solos. Salvo los absortos en Dios.
La soledad que mina y muerde es, se siente, como una condena. No la aligera la masa ni el acompañamiento físico, superficial, de pura coexistencia. Es desarraigo, falta de contexto y de ilusión. Tal vez sea algo así como hacer un camino con los ojos y el corazón cerrados a la aurora de cada día.
Personalmente, Burguillos nunca se sintió solo. Adonde quiera que fue, encontró pronto el pan bendito de la compañía humana. De momento, los niños eran sus acompañantes y amigos.

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