«Al Magrib al aqsa» (‘El extremo occidente’)

30-08-2008.

Tánger, la Perla del Estrecho, que inspiró el romanticismo de Delacroix y la abstracción de Matisse, internacional y cosmopolita, fue la primera; Ahsila, la portuguesa amurallada entre pardos muros y azuletes encalados; Rabat, señorial y templada al atardecer, junto al alminar de su mezquita mayor que presidió la tertulia nocturna en el ático del hotel; Casablanca, estuco cincelado, celosías de cedro,

ébano y caoba trabajadas por más de diez mil artesanos para ochenta mil fieles en la explanada y veinticinco mil en la sala de las plegarias de su imponente mezquita verde esmeralda sobre el mar bravío que intenta mezclarse con el rezo obligado de los viernes; Marrakech, capital almorávide, almohade y saudí, soberbia, elegante, majestuosa puerta del desierto, en el gran palmeral surgido de la siembra espontánea de huesos de dátiles que los nómadas lanzaban a su paso, con la Koutoubiya almohade, hermana de la Giralda, asomando su alminar a la Jemaa al Fna, antiguo lugar de ejecuciones públicas, un mundo mágico en el que la luz se mezcla con la sombra, el humo con los tambores, la masa humana con multitud de coches de caballos, las motos con los petit taxis, y nosotros con nosotros mismos, absortos y sobrecogidos ante el corro del cuentacuentos, el encantador de serpientes, las bailarinas contorneando sus caderas bajo el mando de una batuta que plagia a la espada de Aladine. A poca distancia, sin embargo, un espacio verde era el lugar de tertulia de familias, parejas de novios, amigos… en la más absoluta calma nocturna. Por la mañana, la medina, mágica, luminosa, colorista, fresca, bulliciosa… nos despidió con aromas que invitan a volver, mientras las bacterias empezaban a campar a sus anchas en un efecto dominó que continuaría hasta el final. La última noche, el espectáculo de la Fantasía: comida en una jaima, desfile de orquestas bereberes, caballos de pura raza árabe, expertos jinetes con chilaba blanca que al grito de ¡Lamaka! (‘fusiles listos’) disparan hacia el cielo entre música, luces de color y polvo, que Delacroix inmortalizara en uno de sus óleos.

Un día para llegar a Fez, la Magnífica, centro espiritual e intelectual del Islam, que conserva la nuba, música de la corte de nuestra Granada nazarí. Arte, amabilidad, mulos de transporte con preferencia a las personas ‑balac, andac… (‘apártese, cuidado…’)‑, pacientes artesanos del bronce, sufridos curtidores de piel inmersos en las cubas inmundas del medio día de agosto; miradas limpias de niños suplicando un regalo, una moneda, el último trago de una Coca-Cola o la compra del pastel recién hecho por su madre; mezquitas, rezos… y gatos, muchos gatos, animal protegido por el Corán por atreverse a hacer su primera necesidad bajo la chilaba de un imán en plena oración.
Meknés, ciudad vinícola del siglo XI, nos impactó al atardecer. Inmensa muralla de veinticinco kilómetros, grandiosas puertas de bronce, espaciosa plaza de tiendas multicolores, vida por doquier en contraste con la cercana Volúbilis, capital romana de la Mauritania, ubicada junto a Muley Idris, pueblo serrano donde yace el fundador de la primera dinastía Idrisí de Marruecos, el fundador de Fez. Volúbilis conserva los mosaicos de las casas nobles en perfecto estado, el arco del triunfo dispuesto para recibir al emperador en su blanco y victorioso caballo, el foro esperando el atardecer para discutir la cosa pública (res publica), y calles interminables con trazados perpendiculares que contrastan con los laberintos de las medinas árabes.
Seguían las bacterias haciendo su trabajo. Tanto cuidamos nuestro sistema inmunológico que cuando lo sacas de casa no sabe detectar al enemigo. Ahora le tocó al chófer, que aguantó estoicamente gracias al almacenamiento graso que conservaba. «En estos viajes acaba uno deprimido y harto de cagar» —decía, aferrándose al volante.
En el quinto día apareció como por arte de magia Abdeslam Damoun. «¡Qué personaje!», decían algunos, admirando su talante en la última etapa de nuestro viaje por las ciudades imperiales marroquíes. Nos esperó en Xauen, el Jaén alpujarreño del Rif, ciudad misteriosa y sagrada que junto a su hermosa alcazaba creció con los últimos moriscos expulsados por el cruel decreto de Felipe III en 1609. No hubo tolerancia, ni respeto, ni consideración por los mejores agricultores del mundo. Hartos los cristianos de su vestimenta tradicional, de sus ceremonias en al ammariyya, de su idioma mantenido para conservar la intimidad de creencias y pensamiento… llegó la decisión fatal: tres días para iniciar la travesía hacia el mar. Después, cualquier cristiano podría matarlos y robarles sus pertenencias. ¿Y los ancianos? ¿Y los niños? No hubo piedad. La cultura de la diversidad del mítico Al‑Ándalus quedó muy atrás. Nadie quería hablar de ella, excepto quienes llegaron a Xauen con las manos vacías, pero cargados de memoria que les llevaría a convertir su nueva ciudad en sagrada y prohibida para los cristianos.
Allí estaba Damoun, Vicepresidente de la Comuna Urbana de Tetuán, elegante, con su imagen imperecedera de Sultán amable, respetuoso, pendiente de todos los detalles para que nuestra estancia en su país fuese impecable. ¡Qué derroche de hospitalidad! ¡Cuánta cortesía! ¡Y amistad!, la que ya se ha forjado entre sólidos e inquebrantables cimientos construidos durante cinco años de cooperación magistralmente coordinada por Juan José Ponce.
Hubo cena, orquesta beduina, piano español… y baile bajo las estrellas. Luego, el paseo con garrapiñadas, la cuesta interminable y el silencio de la noche interrumpido por el gallo, la primera llamada a la oración del almuecín, el rebuzno de un asno solicitando a su amo la inexcusable ración de comida de la media noche ‑costumbre asnal universal‑ y el amanecer entre verde alpino y azul añil. Las bacterias seguían haciendo su agosto. Desayuno con limón y a Tetuán.
Una hora de camino para llegar a la ciudad de mi inspiración, la de la medina andalusí, la que mi padre habitó tres años de juventud por batallas perdidas en guerra de hermanos, la de mi Teatro Español, la de la Casa de España, la de los atardeceres de colores, la de las montañas Dersa y Gorgiz, la del Río Martil, la del Reducto, las teterías amables, los mejores dulces, la de Mariano Bertuchi, Pedro Antonio de Alarcón… la de Damoun. ¡Infeliz de mí! Me fallaron las piernas y casi la voz en el momento que más deseé proclamar con todas mis fuerzas el derroche de hospitalidad que los marroquíes nos muestran cada vez que los visitamos. También la magnífica actitud del grupo de ateneístas y amigos del Ateneo de Málaga que participó en este acercamiento a nuestro pasado común. Lo hice, pero tuve que abreviar por culpa de una tensión incontrolada que me tiene harto. Ya pasó. La recepción en el histórico Parlamento del Protectorado Español, cercana y solemne a la vez, de un talante exquisito por parte del Presidente de la Comuna Urbana de Tetuán, Sr. Rachid Talvi Alami, que, saludando a cada uno de los cincuenta componentes del grupo, nos regaló un símbolo conmemorativo de la visita a su hermosa ciudad, especialmente engalanada por la estancia veraniega del monarca. ¡Cómo está cambiando Tetuán! Y qué arraigo tienen los españoles que viven en ella: centros de enseñanza, Instituto Cervantes, Consulado…
Poco más puedo contar. Escuela de Artes y oficios: desmayo, abanicazos, coca cola forzada, azúcar bajo la lengua, sudor frío, ruido de tambores, tiros al aire… Ante la imposibilidad de subir escaleras: micción en el balcón repleto de jazmines de Bertuchi, con la inestimable ayuda de mis amigos Pepe Gutiérrez y Antonio Suárez, probablemente inmortalizado por la cámara de Pepe Ponce; y la protección de Damoun que, temiendo perder un amigo, llevó al médico hasta la misma frontera. «Con maletín», me decía por teléfono. ¡Qué grande eres, Damoun! ¡Y cuál grande es nuestra amistad! Suerte que Tetuán está cerca para volver muy pronto otra vez. Lo haré próximamente por invitación expresa del señor Alcalde para seguir escribiendo sobre vosotros, mis amigos, y sobre la Blanca Paloma, que un día me cautivó.
Salam Alikum a todos los que desde las dos orillas facilitáis el entendimiento de nuestros pueblos y de nuestras culturas. Gracias Jaime, Valeriano por contribuir a aumentar nuestros conocimientos sobre el Estrecho, los océanos y su relación con el cambio climático. A M.ª del Carmen por introducirnos en el reiky; y a José Luis, que endulzó los kilómetros con esa pizca de humor que tanta falta nos hace.

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