15-08-2008.
Llegó Burguillos al colegio con la boca amarga y decidido a evadirse al día después. Se topó con el Prefecto que, grande y parolero, se excusó de no haberle avisado a tiempo…
A don Diego, encontrarse con él le satisfizo tanto que se le enrojeció la cabeza entera y se le alteró la voz. Burguillos, teatralizando gozos y sorpresa, amagó un explosivo abrazo:
—Bien pensé, hermano Diego, que no volvería a verte… Me escribieron varios chavales y me daban cuenta de tus hígados averiados… Te encuentro muy bien. Más redondo. Más sexy… —y, tomándole de una oreja, le cucó un ojo y le dijo—. ¡Picarón! Seguro que este verano… ¡Ah, pillín!
Burguillos seguía en sus trece de largarse al día después. Pero ese mismo día, de víspera, llegaron muchos chicos… Y en bandadas subieron a saludarle; incluso alguno le llevaba dulces caseros. El Prefecto le presentó a su colaborador: Antonio Pérez y Pérez… Y, por bien apurar la feria de Úbeda, aquella noche se fue al baile.
Era rubia, alta y juncal. Elegante en el vestir. Se miraban y remiraban desde hacía largo rato. Pero él no acortaba distancias por hacerse el deseado. Había pasión retenida en el azul de sus ojos y en sus labios finamente diseñados y apetecibles. Ya no era una piba, pero aún exhalaba frescores de juventud. Le complacía, pero de embestidas y arreones, ¡nada!
Supo Burguillos que se dirigía espiritualmente con el padre Mendoza. No bailaba con nadie. En una sesión, se ajustó Burguillos la corbata, se levantó y estiró la americana, respiró hondo y, un poco inclinado, musitó:
—Con permiso del padre Mendoza, ¿quieres bailar conmigo?
Se amapoló. Lo miró muy fija y, hermosa, con la cabeza le dijo que no.
Los chicos ¡una gloria! La División marchaba como la seda. El Prefecto, ¡un beréber! Por sistema, le negaba aquellas actuaciones que requerían su beneplácito. O se empeñaba en modificarlas de manera sustancial. Acaso le guiaba un afán de prevalencia y originalidad. Tal vez padecía convicción de superioridad y acierto… O quizá un retorcido sentimiento de minusvalía.
Varias veces, con ánimo de aflojar la cuerda, Burguillos acudió a su despacho. Era claro que su presencia le incomodaba. Nunca le invitó a sentarse. Y no había modo de pegar la hebra con él sobre algún punto pedagógico consistente, más allá de filas, silencios y cominerías… Tampoco logró saber cuál era su línea pedagógica. Buscó, rebuscó, cribó la paja de sus charloteos, grandes como parvas, buscando el criterio rector de su política educativa. Y ni trigo, ni cebada, ni centeno halló Burguillos.
Una vez, estragado ya con su monotema ‑estudio, disciplina‑, se atrevió y le dijo:
—Con todo respeto, padre Prefecto, yo casi tengo escrúpulo de tanta disciplina y tanto estudio a contrapelo. Casi estoy por asegurar que abusamos infundadamente de la disciplina, las notas y del riesgo de expulsión… Y no sé si no será una forma de embozar nuestra debilidad. Y bien creo, padre Rafael, que tanto estudio por llenar vacíos es una falta de recursos e iniciativas para ocupar a nuestros muchachos en tareas de formación complementaria.
Y al padre Rafael se le demudó la color, se levantó y, penosamente, dio por rematado el encuentro. A punto estuvo Burguillos de dar un taconazo, saludar militarmente y decirle: «¡Sir, a tus órdenes!».
Nunca al entrar o salir de su despacho le dio la mano. De pie, solía llevarla medio escondida entre la sotana a la altura del corazón. Parecidamente a Napoleón.
A pesar de todo, Burguillos no se acollonaba. Certezas sobradas había de que no era santo de su devoción. Se confirmaba además en que de saberes pedagógicos andaba más desarropado que él. Pensaba Burguillos que, como el rey aquel del cuento, el padre Prefecto andaba corito…
Llegó el veinticuatro de octubre, san Rafael. Era su santo. Y para ese día, en honor de sí mismo, se preparó unos torneos. Tablas de gimnasia, canciones… Y una liguilla de fútbol a cinco encuentros ininterrumpidos. Como él era, además del homenajeado, organizador y jurado, por eso de que goles cantan, pensó Burguillos que solamente en fútbol podían sus chicos tener alguna esperanza de ganar.
La gimnasia salió bordada. Con números vistosos y originales, mereció un aplauso cerrado. Inmediatamente antes del encuentro de fútbol, Burguillos reunió a su gente en el estudio. Los seleccionados, ya vestidos, le hicieron fondo. Habló, arengó y encendió a su gente, que ya estaba ardiendo con su punta de enojo por el menosprecio de la gimnasia.
Se clavó en las gradas. No gritó, ni aplaudió, ni rezó. Borracho de orgullo estaba de ver cómo, uno tras otro, “los niños de Burguillos” se merendaron a los cinco equipos contendientes. Juego relámpago. Rápido, brillante, efectivo. Ni un solo minuto decayeron el ritmo ni el coraje. José Tirado, seguro, laborioso. Se hacía papilla y estaba siempre a punto. Limpio y elegante, Miguel Cano. Haciendo arte con el balón y con el contrario. Blas ‑¡ay, su Blasillo!‑, superando incansable a quien se le pusiera por delante. Desvivido marcó el primer gol y se lo brindó. Desde el capitán, Yeste, hasta el último de los seleccionados, nadie se reservó un suspiro, una gota de alma en el cuerpo.
Esa misma noche, en el comedor de la División, Burguillos les contó cómo se recibía en Atenas al héroe de los juegos olímpicos…
—Si yo pudiera ‑les dijo— tirar un trozo de pared… Seguro estoy de que vosotros, mi Segunda División, sois en todo la Primera.
Y los chavales, orgullosos, asentían, rebosados en gozo íntimo. Al agasajado se le olvidó darles la enhorabuena y el merecido trofeo. Tan emocionado andaba…
Era claro que nada le urgía tanto como deshacerse de Burguillos. Que entre los chicos era punto de comparación respecto a su proceder desconcertante. Seguro que le sentía como un Diógenes, candil en mano, buscando un corpus pedagógico. O, por lo menos, el concepto de qué es educar.
Harto de negativas y putadas infantiles, decidió Burguillos manejarlo, jugando con sus singularidades. Sin empeñar prenda alguna, un grupito de quinto curso captó el juego. Y fueron a quejársele de sus sistemáticas negativas… Había un tal Márquez Morales, de inolvidables recuerdos, fecundo en ardides como Ulises, que más que las medidas le cogió al Prefecto las sobaqueras. Y el avispado Padre picó satisfecho e incauto. Porque cuando Burguillos, de acuerdo con ellos, no concedía a los chicos lo que deseaban, venía el Prefecto a hablarle de la conveniencia de… y de…
Gracias a estos manejos y regates de supervivencia, a mediados de octubre tuvieron el primer camping. Y consiguieron de aquel celoso administrador ‑«moyo, moyo, moyo»‑ que, en lugar de las agorgojadas legumbres, les abonase el importe en pesetas. Pocas eran. Pero el dicho gerente del comercio de la División, de ancestros hebraicos, ordeñaba las piedras… Y, redondeando los precios, algo aportaba. Que, con otras contribuciones, les permitía, además de huevos, torreznos, aceite, vino y arroz, sorprender el inicio de la comida con apetitosos platos de entremeses.
A pie, a ritmo de marcha y cargados con el propio equipaje, y picos, palas, hachas, sartenes y perolos… cruzaban la ciudad formados, cantando, desafiando al tiempo.
Este minúsculo despliegue ¡cómo le recordaba a las legiones de César! Bien alta la bandera, flameando al viento, abría la marcha apuesto y arrogante el signifer. Pertrechados todos con las herramientas precisas, tres filas de milites sub sardinis le seguían. Y cerrando, agobiados como acémilas con aquellas tiendas de la guerra, los calones.
En la marcha y montaje del campamento eran ágiles y espartanos. ¡Cómo cantaban bajo la lluvia!
Un poco a la buena ventura iban aquel sábado de octubre. Que el riesgo y la improvisación en asuntos como este aguzan el ingenio en recursos e iniciativas. A la altura de Torreperogil. ¡El Chaparral! Allí disponían de agua y leña para cocinar y para el fuego de campamento. Y, en el amanecer, un museo al vivo de paisajes los sorprendió. Previo desfile marcial y varoniles canciones de alborada, oyeron misa en Sabiote. Fue un día nuevo, inolvidable. Convivencia, entusiasmo y alegría de vivir. Ni un enfado, rasguño o contusión. No se extravió ni una cuchara. Calados, cantando bajo la lluvia… cargados de bellotas dulces y de proyectos para nuevas acampadas regresamos al colegio.
A este camping sucedieron otros. Todos cargados de alegría, aventura y compañerismo. Hubo lluvias, pajares y ratas… Nunca un contratiempo. Aquel otro día de febrero, lluvioso y frío, a cuantos le santiguaron bañándose en el río Colorado, una copa de coñac en el desayuno les templó el cuerpo y alegró el espíritu. Burguillos no perdía ocasión de enseñarles a leer en la Naturaleza.