Como «churris» en Cuaresma

26-10-07.
Algo más sobre “Las funciones del maestro”.
Cuenta Camilo José Cela que, con motivo del nonagésimo aniversario del Nobel, se reunieron en Estocolmo algo más de una treintena de supervivientes del Premio. Durante unos días, se dedicaron a viajar en manada y en autobús, a llevar un letrerito de plástico con su nombre en el pecho, a dejarse fotografiar, a sonreír a editores y periodistas, a aplaudir parlamentos en lenguas ignoradas, a comer opíparamente, y a pedir la paz para el mundo, en aquel caso para Yugoslavia.

Reconoce que quedó muy contento porque lo trataron a cuerpo de rey; pero advierte que no podía evitar cierto encogimiento de ombligo, cuando debía obedecer a los fotógrafos y sostener el cartelito con su nombre, para poder ser identificado después. Y añade que los motivos por los que su ánimo se atenaza, recordando estos acontecimientos, no son la deliberada manipulación a que le sometieron, ni las evidentes faltas de respeto que hubo de soportar. Lo que le preocupa, de verdad, es preguntarse por qué razón obedecía.
Cree que acaso fuera porque la honorabilidad del escritor, considerado siempre como paradigma de dignidad y rebeldía, está dando sus últimas boqueadas; o porque el actual sometimiento a los gobernantes quizás coincida con el sepulcro de la literatura; o, tal vez, porque los literatos están aceptando, con mansedumbre y obediencia, el dictado de sus enemigos naturales, los funcionarios y los políticos.
A su regreso, en una cafetería de Barcelona, comentaba con unos amigos:
—En Estocolmo nos trataron, literalmente, «Como a putas en Cuaresma».
Y ante las carcajadas de los presentes, justificaba su afirmación diciendo:
—Según Quevedo, a las jóvenes que se iniciaban en el negocio de la prostitución les quitaban los primeros remilgos avisándoles: «Niñas, la codicia quita el asco. Cerrad los ojos y tapad las narices, como quien toma una purga».
Cuando se hacían viejas, era habitual, durante la Cuaresma, recogerlas, llevarlas al convento del Carmen y sermonearlas adecuadamente.
A las que lo solicitaban, las recluían en un convento de la calle de Atocha, para que, tocadas con la gracia y favor de nuestro Señor, enmendaran la vida, hicieran penitencia, dejaran la calle y se recogieran.
El resultado era que algunas finalizaban su vida casadas santamente y otras acababan “la carrera” metiéndose a monjas en la casa de la Magdalena, que se llama de las Arrepentidas.
Salvando el tiempo y las circunstancias, eso es exactamente lo que han intentado hacer con nosotros, decía Cela: «Sermonearnos, quitarnos los remilgos, intentar ganarnos para su causa y comprarnos con promesas y dinero». Y concluía: «Lo malo del asunto es que, en la mayoría de ocasiones, conseguían el objetivo».
He seguido con gran interés la amistosa polémica sobre “Las funciones del maestro”, continuación posible de “Disparates en agosto”. Me gustaría añadir al respecto, un deseo:
Que los educadores no tuvieran nunca que lamentar las faltas de respeto, manipulaciones y promesas de los que detentan el poder. Que fueran ejemplo de compromiso, rebeldía y dignidad. Que el sometimiento del profesorado no fuera el sepulcro de la educación. Que ningún maestro aceptase con mansedumbre y obediencia el dictado de los enemigos de la libertad. Y, finalmente, que se reconozca que los educadores son la única garantía de formación en la igualdad y la equidad para la sociedad y para el Estado.
Por eso nadie debería tratarles como a los ganadores del Nobel que acompañaron a don Camilo, en su viaje a Estocolmo. O sea, «Como a “churris” en Cuaresma».
Barcelona, 25 de octubre de 2007.

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