13-07-07.
Ángel Valverde había nacido en una familia modesta, pobre, donde comer era el principal y único problema prioritario. De siete hermanos solo vivía él.
Su padre había hecho de todo dentro del reducido campo que se le brindaba a un sin tierra, en un pueblo donde o se tenía campo del que depender o se estaba a lo que saliese. Pero era un hombre sano, sencillo, sin dobleces ni malicia. Todo lo que buscaba era el bien pera los suyos. Había muerto de tanto trabajar.
Su madre era una más de esos miles de mujeres anónimas, sufridas, calladas, solo personas para procrear y llevar la casa. Había asumido su papel y lo había llevado al extremo. Prematuramente envejecida, todo su mundo se reducía a la casa, sus labores y sus oraciones.
La ambición de sus padres se centró en él. Intentaron, al menos, que no tuviese que estar tirado a expensas de unos u otros para conseguir un mendrugo de pan. Con nueve años lo quitaron de la escuela para entrar de chico de los recados y aprendiz en la imprenta La Letra Gótica.
En La Letra Gótica mandaba patriarcalmente don Cosme.
Varón de estilo decimonónico, de gruesas patillas unidas al bigote, de pelo cano. Había fundado la empresa allá por el inicio del siglo y, tras un esfuerzo sostenido, logró que fuera la imprenta más importante de la zona. En ella se editaban las publicaciones de escritores locales o provinciales, más o menos importantes, así como el periódico comarcal La Voz del Olivar. El próspero negocio le permitió abandonar el taller y contratar a varios empleados.
Don Cosme se había convertido en un nuevo rico.
Con sus ganancias hizo dos cosas: darse una buena vida ‑principalmente en sus tradicionales escapadas a Madrid‑ y comprar olivares.
A don Cosme le empezaron a llover pretendientes. Principalmente niñas bien cursilonas y las más de las veces sin un duro, pero con mucho pedigrí. Don Cosme se dejaba querer. Hasta que le llegó su hora en la forma de Teodora Corrientes de la Buenavista.
Teodora, Teodorita, provenía, cómo no, de buena familia, de las que había que contar en procesiones, colectas, candidaturas a concejales y demás eventos importantes de la localidad. Hasta en la visita de Alfonso XIII tuvieron el honor de ser recibidos en la recepción oficial del Monarca (tuvieron, pues al evento acudió su familia en pleno).
Los lustres y oros de otras épocas quedaban reducidos ya a barnices y purpurinas bien cuidados. El padre de las niñas ‑que eran dos‑ soñaba con quitárselas de encima lo mejor y más rápidamente posible. La madre añadía que siempre que fuese con personas de su clase. La pobre veía que ellos eran el cenit de la sociedad, que ni la misma familia real los superaba.
Teodorita, que no tenía una chispa de tonta, seguía las consignas al pie de la letra, puesto que de su diligencia dependía su porvenir, y ella no pensaba estar cosiendo camisas o dando lustre a las maderas. Así que había echado redes a todo pollo o buitre casadero que tuviese un bufete, fuese oficial, médico, heredero de unos cortijillos o, en fin, viviese de unas rentas saneadas, procediesen de donde procediesen. No le faltaba encanto a la moza, pero se la veía venir. Lograba espantarlos antes de que penetrasen en la jaula.
No se sabe si por los lavados continuos, ellas que podían hacerlo, o porque su cuerpo serrano y bien hecho se lo pedía, el caso es que a la niña no la dejaban en paz ciertos apremios, necesidades indefinibles, que se le concentraban y concretaban entre las piernas. Y Teodora no estaba dispuesta a sufrir aquel martirio hasta haber legalizado la compra de su remedio. Primero se inició en solitario y la verdad es que, de ser menos exigente, lo llevaba bien. Pero al fin y al cabo era ella una hembra y en el mundo Dios había puesto también a los machos para algo. Con habilidad y sigilo suficiente logró recibir consuelo con el hijo del recadero de la casa, con el mozo de las mulas del cortijo, con un buen misionero que había mandado la Providencia por una temporada.
Y algunos más esporádicamente. Nunca con los posibles o previsibles pretendientes. Con estos jugaba a la gazmoñería, al coqueteo o, a lo más, a calentarles los bajos para tenerlos interesados.
En una localidad de provincias ‑dada al cotilleo como deporte‑, sin cosa mejor que hacer, los chismes y rumores corren más que la luz. Y los hombres, en especial la especie de casino, no son lo peores en hacerlos correr, aumentarlos o transformarlos, siempre en negativo, dañando con base o no, destrozando honras ‑la especialidad‑, familias, reputaciones y vidas.
La honra de Teodorita Corrientes de la Buenavista empezaba a peligrar en las bocas, cuando llevaba ya años perdida entre sacos de avena, muebles de desván o camas mullidas.
La buena de Teodora pensó en buscarle una solución al tema o verse en una posición cada día más peligrosa y comprometida. Y se centró en Cosme, don Cosme, el de la imprenta. Decir que la sagacidad de la mujer es mayor que la del hombre es cosa vana. Por mucho que esquivó, rodeó, dio largas cambiadas, la jaula se cerró tras él. El empujón se lo propinó un embarazo imprevisto de su casi novia Teodorita que, ¡claro que sí!, era obra suya.
En el periódico La voz del Olivar hubo dos noticias importantes en lo ecos de sociedad: la boda de don Cosme con doña Teodora Corrientes de la Buenavista y el feliz alumbramiento de dicha señora por parto prematuro.
(Continúa).