El impresor, y 3

02-08-07.
Desde aquel día cambió su situación. Principalmente con el encargado. El trato se volvió deferente dentro de los límites establecidos, sutilmente complaciente. Pasó a la linotipia, a manejarla como complemento de su actividad. Porque él era cajista y cada día mejor. Si se quería hacer un trabajo sin faltas de ortografía, sin erratas, a él se lo encargaban.
Cambió su vestimenta. Con apuros pudo disponer de una chaqueta, su camisa y su corbata correspondiente. En el taller se ponía un batón.

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El impresor, 2

27-07-07.
Cuando Ángel Valverde entró de mozo en el negocio, mozo para todo, el patrón se limitaba a simular que lo dirigía, siendo el Casino casi su única vivienda. La dueña vivía su vida sin hacer nada de provecho, a no ser el tener jodidos a criados, mozas y demás servidores y empleados (y de vez en cuando alumbrar algún infante). Entre el administrador y el encargado llevaban el tinglado, repartiéndose las ganancias que sisaban.
Fueron años duros, como eran para todos los chicos proletarios. ¿Qué hijo de obrero no lo era a su vez ya a los nueve, diez o a lo más catorce años? Aprendices de todo, criados para todo, de alcoba, de cocina, de taller. Criados de todos, de los amos, de sus hijos, de las cocineras, del encargado, del oficial y del peón. Dueños solo de su cansancio y de su hambre, no de su persona ni de su tiempo; ni siquiera de su ropa.

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El impresor, 1

13-07-07.
Ángel Valverde había nacido en una familia modesta, pobre, donde comer era el principal y único problema prioritario. De siete hermanos solo vivía él.
Su padre había hecho de todo dentro del reducido campo que se le brindaba a un sin tierra, en un pueblo donde o se tenía campo del que depender o se estaba a lo que saliese. Pero era un hombre sano, sencillo, sin dobleces ni malicia. Todo lo que buscaba era el bien pera los suyos. Había muerto de tanto trabajar.

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El seminarista

01-07-07.
Me desperté sobresaltado.
¿Había gritado yo o lo habían hecho otros? Me di cuenta de que el sobresalto obedecía no a un grito, tal vez realmente producido, sino a un fuerte dolor que me subía del brazo izquierdo.
Estaba oscuro, muy oscuro. Y silencioso. Sabía que era una cama donde me encontraba tendido por las sábanas que me cubrían, por la profundidad de la almohada. Y, posiblemente, en un hospital, pues olía fuertemente a desinfectante, a yodo. El dolor también provenía de la cabeza y del pecho. De todo el cuerpo. El brazo estaba inmovilizado y cubierto de vendas rígidas, pero el más leve movimiento me producía un sufrimiento mayor que el anterior.

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El rescate

23-06-07.
Acudimos en cuanto estuvimos listos.
Un sargento, tres camilleros y yo al mando. Empujando aquel carretón con ruedas, que había servido para trasladar a tantos desgraciados (y que seguiría sirviendo, para catástrofe de todos, aunque yo no lo sabía). Corrimos calle abajo, traqueteando, vibrando el maldito carro‑camilla en las piedras brillantes, lisas de la calzada.

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A modo de obertura

La catástrofe más grande que le puede suceder a cualquier país es la guerra.
La guerra acaba consumiendo todas las energías de todos los que intervienen en ella. Degrada a los hombres, envilece las instituciones, destroza los recursos. Los efectos de la guerra no son comparables, no son justificables, con los fines pretendidos. A menudo estos fines son fútiles, inconcretos, injustos y de poca altura.

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