El maestro de Arroyoverde

“A Pepe Aranda, por la devoción que tiene a sus educadores”.
Don Fabián ya era viejo y jubilado, pero su juventud se mantenía aún en la mirada. Había vivido durante muchos años entre la gente menuda de un pueblecito dormido sobre los primeros repechones de la sierra, alisado en sus arrabales por las choperas del arroyo que le daba su nombre. Don Fabián era el maestro, el único maestro que había tenido Arroyoverde. Había llegado un día de otoño con la maleta llena de libros y primaveras. Nadie había salido a recibirle. No supo encontrar la escuela, tampoco la iglesia. Solamente los brincos de unos niños y la sonrisa de Teresilla dieron testimonio de vida, en aquel lugar de olvido, al maestro que llegaba.

Don Fabián se pasó la vida entre aquellas gentes, casi sin darse cuenta. De vez en cuando, bajaba a la capital para comprar libros y cuchillas de afeitar. De camino hacía algún recado a los vecinos y, eso sí, siempre traía una buena bolsa de celofán blanco repleta de caramelos de menta que repartía entre sus niños. Don Fabián no tuvo tiempo ni ocasión para casarse. Se quedó soltero. Don Fabián, sin embargo, tuvo en Arroyoverde una estela de cariños. Habían pasado más de cuarenta años desde aquel día en que buscó la escuela y la encontró con Teresilla, su primera alumna, en una habitación almagrada, con tres ventanucos al campo. Él la llenó de luz; los niños de vuelos y ruidos.
Don Fabián nunca quiso pedir traslado. Intuía que nadie vendría a sustituirle en aquel pueblecito que cada vez iba a menos. Arroyoverde estaba ahora triste y solitario. Sus habitantes, pocos, muy pocos, eran hombres cansados de años con los ojos extendidos sobre el valle y el corazón perdido en la distancia. Apenas una docena de fieles matrimonios, recalcitrantes en el amor, tomaban la sombra bajo las parras en el verano o al calorcillo de las tardes otoñales, tras los cristales de las ventanas. Los niños de la escuela de don Fabián habían crecido como las torres, habían divisado caminos en el asfalto y se habían marchado a la ciudad, dejando la escuela callada y el pueblo con ecos. Toda la esperanza de Arroyoverde había volado en las alas de la emigración, el progreso y el trabajo. Allí sobre las aguas risadas del arroyo se habían quedado entristecidas las ranas, secos los juncos, pálidas las adelfas, sin nieves las jaras. Los nidales de los álamos ribereños se mecían con el viento, sin sobresaltos de niños. Por las calles empinadas y empedradas del pueblo, ahora casi cartujo, crecía el musgo a falta de pisadas. En los aleros de los caserones anidaban golondrinas y vencejos, libres de rapiñas inocentes.
Don Fabián tenía un perro: le llamaban “Pizarrín”. Un día llegó al pueblo, casi al jubilarse el maestro, con una herida en el lomo y cojitranco. Lo habían atropellado en la curva de la Fuente Vieja. Don Fabián lo cuidó hasta sanarlo. Nadie lo reclamó. Pizarrín -que así lo bautizaron los vecinos- nunca intentó buscar otros caminos. Ahora, Pizarrín y don Fabián acudían todas las mañanas, a eso de las diez, a la escuela desierta. Mientras el perro se plantaba en la puerta descerrajada, como guardián de las letras, don Fabián se sentaba parsimoniosamente en su sillón de madera, se calaba sus gafas de pasta, leía unos cuantos renglones del Quijote y pasaba lista, una lista llena de ausencias. Luego, como si de la realidad pasada quisiera dar testimonio, golpeaba la palmeta contra la mesa y mandaba callar:
‑¡Silencio niños! ¡Es la hora de la lectura!
De vez en cuando, se daba la vuelta sobre la pizarra y borraba lo borrado; otras, se levantaba hasta la ventana y se quedaba por unos instantes con la frente apoyada sobre los vidrios sucios y casi arruinados de esperas. Luego, volvía a sentarse y comenzaba una ingente tarea tan solitaria como imaginaria:
‑¡Juanito, trae los deberes! ¡Pedro, repite cien veces las faltas! ¿Isa, con quién sueñas? ¡Antonio, mueve el brasero…!
Y así, en un monólogo rítmico, iba don Fabián repasando la lista de los alumnos y poniendo tareas ilusorias a aquellos niños que ya hacía tiempo estaban perdidos en el laberinto de la vida. Mientras tanto, el perro sabio ladraba, entraba y salía del aula a su antojo, vigilaba la melancolía del maestro y perseguía, entre fracasos, las cabriolas de alguna mariposa despistada.
A eso de media mañana, unos minutos antes del ángelus, como tomándose un descanso, don Fabián se quedaba dormido. Era la hora del recreo, pero ahora solo vigilaba sueños. Casi siempre soñaba con su alumno preferido: Juancho. Juancho debería tener ya treinta y tantos años. En los recreos de Arroyoverde no había patios, ni vallas, ni redes en que encestar balones. A cambio de tales carencias, los niños tenían todo el campo para jugar; pero Juancho nunca jugaba. Cuando sus compañeros saltaban a la “pídola” y las niñas adivinaban “prendas”, Juancho se colgaba de la mano de don Fabián si lucía el sol, o se sentaban ambos en el poyo de piedra, en los días de lluvia, bajo el ridículo cobertizo de uralita que porticaba la escuela.
Juancho era ciego. El único niño de Arroyoverde que jamás había visto la luz. No conocía tampoco la oscuridad. Don Fabián alargaba los recreos en los días soleados y los menguaba con las lluvias. Lo hacía por Juancho. Un día, Juancho se extrañó de que a pesar de la lluvia, don Fabián no quebrase los juegos.
‑¡Don Fabián, que está lloviendo!
‑Sí, Juancho, pero vamos a esperar a que salga el arco iris. Quiero que lo veas. Ya sabes que ayer explicamos cómo la lluvia y el sol rompen la luz.
‑Sí, don Fabián, sí.
Hubo unos momentos de soledad. Los niños seguían dándole patadas a una pelota medio inflada. Juancho se levantó inesperadamente y echó a correr con desasosiego. Don Fabián, torpemente, salió tras él, temiendo la caída de Juancho. Los dos se encontraron casi simultáneamente contra el tronco de una encina que esquinaba las sombras. Juancho estaba llorando. El maestro, comprendiendo que aquella lección del arco iris habría que haberla saltado, estampó un beso en la frente mojada del niño ciego, mientras decía:
‑No me creas, hijo… ¡Eso de la luz y la lluvia es un cuento mío!
Al día siguiente, lució un sol esplendoroso. Don Fabián sacó una cajetilla de cerillas en la que un grillo, negro como la ceguera, puso timbres de sonrisa en los oídos de Juancho y brillo en la niebla de sus ojos. Se dieron la mano y entre la indiferencia del resto, cruzaron el campo, casi todo el campo, haciéndose don Fabián el ciego, Juancho el lazarillo y tenor el grillo. Cada vez que el maestro tropezaba, el alumno sonreía nerviosamente y el grillo callaba.
Con estos sueños y recuerdos gastaba sus duermevelas el maestro, ya viejo, del pueblo vacío. Luego, casi con morbosidad, estrujando con paciencia su memoria, repetía alfabéticamente la lista de su alumnado y, de segundo apellido, le encasquetaba la profesión que cada cual había alcanzado o él suponía que desarrollaban. De todos se sentía orgulloso. Cualquiera que hubiese merodeado por los alrededores de la escuela, le hubiese tomado por loco. Los pupitres sin libros, las ventanas abiertas, Pizarrín de guardia y don Fabián con sus jaculatorias:
‑Antonio Barea Albañil, Juan Cózar Médico, Pepe Chamorro Mecánico, Juani Díaz Enfermera, Pedro Martínez Comerciante…
Y así seguía rítmicamente, en una retahíla cansina como la vida. Siempre terminaba temblorosa la voz y humedecidos los ojos, cuando al final de aquella jaculatoria exclamaba:
‑¡Juancho, Juancho Zorrilla!
Aquello era su espina, su cruz, su gran fracaso, al no poder adjudicarle oficio ni profesión. Juancho había sido, tristemente, otro alumno que se había marchado del pueblo sin acabar su niñez siquiera. No se enteró de su ida, ni sabía su paradero; a veces dudaba de que viviese. Su madre, viuda, había hecho el hato, sin más aviso, en una noche de desesperanza y puesto tierra de por medio, buscando soluciones para su hijo.
Así transcurrían las mañanas en Arroyoverde. Bueno, casi todas; porque en los inviernos, cuando arreciaban los fríos, el profesor se quedaba con Pizarrín en la mesa camilla, desempolvando papeles, corrigiendo versos o liando cigarros en una maquinilla que comprara uno de aquellos lejanos días en que bajó por libros y caramelos a la capital. Las tardes las dedicaba a visitar la modorra de los vecinos, a comentar las noticias que el cosario les traía, a pasear junto al arroyo, a otear el valle. En sus paseos sin prisas, arrancaba algunos juncos secos, limpiaba guijarros, atrapaba alguna rana para que le diese compañía a Pizarrín y cazaba, de vez en cuando, algún grillo, en la esperanza de que algún día volviese Juancho.
En las noches largas de invierno, aquel maestro dialogaba con el perro sobre sus historias pasadas y sus venideras leyendas. Siempre decía que los maestros de escuela se tenían que olvidar de la historia, inventando leyendas. Pizarrín, fiel y obediente, calentaba los pies al amo, mientras movía cansinamente la cola. A eso del alba, cuando la escarcha borraba la cara de los cristales y hacía tiritar los visillos, don Fabián se levantaba. Era la hora de enhebrar los versos con las sentencias. Eran versos sin rima, sin asonancias siquiera, sacados del pozo de los años, estrangulados en el recuerdo, borradas las tildes, niebladas las estrofas, pespunteados en el sentimiento. Versos que estaban dedicados a sus niños, escanciados en la alquimia de una vida que había pasado su tiempo transmutando conductas, aquilatando rumbos, señalando los mitos de la caverna, advirtiendo de las camadas y denunciando injusticias.
Llegado el día, leía sus versos, apuntalaba sus sentencias y luego destruía las cuartillas rayadas y amarillentas. En invierno, pobre de leños, los quemaba en el fogón. En verano se acercaba al arroyo y los convertía en peces blancos. En otoño apenas escribía; se dedicaba a recoger las hojas caídas. En primavera los colgaba en el único almendro que quedaba, herido de heladas.
‑Los versos son para quebrarlos, los versos dan luz, ‑decía‑, pero su noche es eterna.
De cuanto escribió, conservó solo estas sentencias escritas a “plumilla” sobre una cartulina con los bordes quemados a modo de papiro, que había colgado de la pared oriental de la escuela. Eran estas:
“Ve plácidamente entre el ruido y la prisa, recuerda que la paz, puede estar en el silencio”.
“Sin renunciar a ti mismo, esfuérzate por ser amigo de todos”.
“Ama tu trabajo, aunque sea humilde”.
“Vive en paz con Dios. No importa cómo lo imagines”.
“La Tierra es hermosa. No la ensucies”.
“Lucha por ser feliz”.
Cierto día ‑era enero‑, tuvo que presentir algo porque don Fabián se levantó más temprano de lo acostumbrado y ni hizo máximas, ni enhebró versos. Inmediatamente se encaminó a la escuela. Incluso Pizarrín tuvo que cambiar el horario de sus necesidades junto a la morera de siempre.
‑¡Vosotros, seseras huecas, a repasar la tabla de multiplicar! ¡Que no se levante nadie!
Don Fabián estaba sorprendentemente soliviantado. Pizarrín comenzó a ladrar con insistencia. Eran las nueve de aquel día, cuando unos golpes secos en la puerta interrumpieron la rabieta. Aún escurrían las veredillas de escarcha sobre los cristales empañados.
‑¡Pasa, pasa!
La puerta crujió. Un hombre joven, acicalado, jovial y con un bastón blanco en la mano, corría hasta la mesa en que estaba sentado don Fabián.
‑¡Soy Juancho, maestro, soy Juancho!
Aquel hombre se levantó como Lázaro a la voz del Nazareno, mientras un huracán de palabras, un tropel de preguntas sin respuestas, trajo humedad a las mejillas de Juancho y don Fabián. El joven pasó su brazo sobre el hombro del maestro y salieron hacia el campo de recreo, vacío, desangelado, sin niños que lo patearan ni gorriones que picoteasen las migajas de pan que de sus mendrugos les regalaban los inocentes. El amor y el respeto iban de la mano. Don Fabián preguntó con cierto miedo y timidez:
‑¿Juancho, qué haces? ¿Cómo te ganas la vida?
La respuesta fue el mejor regalo que le podían haber hecho al viejo maestro:
‑¡Don Fabián, soy maestro, maestro en una escuela para niños ciegos!
El maestro se desembarazó de su lazarillo y comenzó a dar voces en la mañana:
‑¡Juancho es maestro, es maestro! ‑mientras Pizarrín ladraba más fuerte que nunca entre brincos insospechados.
De pronto Juancho metió su mano en el bolsillo y le alargó a don Fabián una cajita amarilla con tizas de colores.
‑Ya sé don Fabián por qué aquel día el arco iris era un cuento. No tenía usted en la escuela tizas de colores como éstas; sólo tenía tiza blanca para mi pizarra negra.
Don Fabián asintió en silencio, sacó una cajita redonda y cromada. Se la entregó a Juancho con temblor de manos. Éste la abrió. Allí encerrado había un grillo de charol negro, pero Juancho seguía sin poder verlo. Ocurrió el milagro: a pesar del frío, aquel grillo chirrió como un hosanna.
Aquella mañana volvió a llover. El recreo volvió a alargarse, pero ni don Fabián ni Juancho se dieron cuenta de que por Arroyoverde, ladera abajo, había aparecido un esplendoroso arco iris.

 

 

Deja una respuesta