Vicisitudes de la vejez, 18

Antiguamente, nuestra educación sexual, dejaba mucho que desear: era más bien corta y exigua, especialmente para las mujeres, puesto que los hombres tenían siempre el beneplácito social y familiar del prostíbulo reconocido (o sin reconocer), en definitiva, la doble moral que todavía impera; y hasta era prescriptivo y necesario que cuando un hombre se acercase al matrimonio fuese bien enterado de lo que debía hacer en la noche de bodas…; y las siguientes; aunque a más de uno le sobreviniese el gatillazo u otros problemas similares que nunca debían de contarse en la taberna con los amigachos, sino mentir diciendo todo lo contrario…


Y bien que lo llevaban a efecto la mayoría de los hombres, pues -incluso- muchos ya habían estado en la mili y se habían fogueado en ese campo. Además, existía, por entonces, la doble moral -que todavía perdura-, a pesar de lo estupendos y progresistas que nos pongamos, a veces: si un hombre conquista mujeres, con final en la cama, es un súper héroe; mas, si lo hace una mujer, suele ser una puta, o algo muy aproximado; así de claro. Y así continuamos (o casi), aunque alguien se empeñe en decirnos lo contrario.
Sin embargo, en las mujeres era el caso contrario, exceptuando a la ignorante que quedaba embarazada no sabía bien por qué; o a la descarriada, porque su “furor uterino” le hacía ser temida incluso por algunos hombres que se cruzasen en su camino.
Ninguno de los dos casos era el mío, aunque me aproximase más a la supuesta frigidez femenina documentada en supuestos libros científicos, y a la que nos condenaban las estadísticas sexuales, pues yo no gozaba con el sexo de penetración, puro y duro, como otras muchas mujeres del planeta. Después, me enteré que había el grupo de las ninfómanas o devorahombres, según mandan los nuevos cánones establecidos, no sé bien por quién.
Así que la mujer era enterada de los rudimentos del sexo por su madre, familiar femenino o amigas, en las que primaba más el sentimiento de amor y emotividad que el de deseo o pulsión fugaz e instantánea, quizás porque la libido femenina funciona de manera diferente y, normalmente, diametralmente opuesta a la masculina. Y así seguimos, poco más o menos, según me cuentan mis nietas y biznietas. ¡Nada nuevo bajo el sol!
Por eso, primeramente, cuando te iba a venir la menarquía o primera regla (o período, como se le llamaban vulgarmente por entonces), te explicaban que ibas a recibir esa visita mensual del “primo”, que mal agüero traía, si no se presentaba a tiempo; aunque había algunas, pobrecitas, que ni eso; y se encontraban, en una edad de niña, sangrando -súbitamente- por ahí abajo, un día cualquiera y en cualquier sitio inesperado (alias, el cole), haciéndoles creer que habrían hecho algo malo o ser merecedoras de un castigo divino por no saber qué pecado cometido, si no eran advertidas a tiempo (y con gracia o desparpajo) por sus madres, hermanas mayores, tías, amigas…
Lo mismo ocurría con la noche de bodas; que, si a las pobres novias no se les advertía en qué consistía, iban a sufrir de lo lindo, puesto que se sentirían humilladas y mancilladas; y, encima, ataviadas como su madre las trajo al mundo; y nada menos que por el elegido de su corazón o de la familia y sus circunstancias. Menudo susto y papeleta se les presentaba, si el hombre no era un verdadero amante que la quisiera de verdad y supiera conducirla -sosegadamente- por los vericuetos lindos y amorosos del deseo y de la dicha del verdadero y auténtico encuentro donoso…
Ése no fue mi caso totalmente, puesto que mi madre me había ido dando algunas nociones o rudimentos elementales de lo que estamos tratando aquí, aunque tengo que reconocer que llegué virgen al matrimonio, como se llevaba en mi tiempo y era prescriptivo; ahora estamos en el extremo totalmente contrario: la que llega al matrimonio virgen, más parece una tonta del bote y que no es de este mundo; así lo piden a todas las mujeres por todos lados, para que sucumban y renieguen de la imposible y rara virtud de la castidad…
Ya, en la fase de noviazgo, se producían escarceos y forzamientos que la mujer decente debía y había de parar (en la medida de lo posible) para que no fuesen a mayores, pues del hombre -por el contrario- se esperaba pedir y avanzar…
No me pasó a mí como a una vecina de más arriba que la tuvieron que casar muy temprano, para que la gente no se enterase del entuerto de ir gorda (embarazada) antes del matrimonio; y eso que se veían y lo hicieron reja de por medio… “La cosa de la jodienda no tiene enmienda”, se ha dicho siempre.
Pasada la ceremonia religiosa y el ágape de mi boda llegó lo más crudo y esperado: el encuentro personal con mi esposo que venía ávido de fuerza y energía, deseando estrenar lo que le correspondía, por derecho canónigo, al casarnos por la iglesia. Y más si llegabas a confesarte -con sinceridad- con el cura de turno, explicándole tus nulas ganas del acto matrimonial, y él te respondía: «Señora, es preciso que dé el débito conyugal a su marido, así lo pide el santo matrimonio…».
No es aquí cuestión de contar demasiadas intimidades, pero sí generalidades que te hagan una idea, ávido lector, de lo que me ocurrió a mí por si le sirviese a alguna fémina o varón.
Primeramente, lo dejé hacer; era su noche más que la mía, llevándome a alcanzar vergüenzas, sensaciones y placeres que nunca había probado ni conocido; luego, en las noches siguientes, tuve yo que coger las riendas del coito e incluso empezar a buscar excusas para hacerlo solamente cuando me interesara y estuviera anímicamente preparada o no pudiese contenerlo más; no siempre, como me pedía él.
Sabemos que todos los hombres siempre están dispuestos a eso, en todo momento (salvo honrosas y raras excepciones) y con cualquier hembra que se cruce en su camino, incluida la vecina, si está de buen ver (y si no, también); aunque esto que digo parezca una exageración que pienso y creo que no lo es.
Somos tan diferentes las mujeres de los hombres (en nuestra fisiología, psicología y concepción o percepción del mundo) y con tantas capas de subyugación en nuestro haber, que a las mujeres no nos dejaban ni nos dejan respirar; ahora, hasta nos sugieren sibilinamente el mensaje-mandato de ser ninfómanas o casi por decreto ley o una falsa mimesis sexual del hombre, para ser posiblemente unas mujeres que se sientan liberadas… ¡Vivir para ver, cuánto nos engañan!
Todo vale, menos tener continencia por ambas partes, especialmente por la masculina, pues eso no se llevaba ni se estila actualmente, ni es lo políticamente correcto.
Me viene a la memoria (ahora) cómo se pasó, una prima mía, toda la noche bajo la cama, asustada de lo que quería hacerle su novio en su horrorosa y espeluznante noche de bodas, por no haber sido preparada adecuadamente…
Sevilla, 8 de agosto de 2020.
Fernando Sánchez Resa

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