Por Mariano Valcárcel González.
Uno opta por intentar mantenerse en cierto estado físico al menos pasable, dada la edad que no perdona, y sin hacer alardes innecesarios o imposibles ya (y claramente peligrosos), pues se anda a ritmo medio unos kilómetros de suelo urbano o periurbano (¡esto queda bien!, ¿eh?) y en su momento oportuno hace un descansillo, que no hay que ser ansias.
Me andaba en esta pausa (o sea, no andaba) sentadico en un banco, radio y auriculares por medio que uno es de los de informarse todos los días y cuando ya cargan estos informes pasar a emisiones musicales más llevaderas y agradables, cuando pasó ante mí una chavala.
No era del tipo Lolita, pero sí una adolescente. Con sus mallas y su top (cosa muy de actual ver) quedaba dibujado un cuerpo perfecto, esbelto, sin faltas ni sobras, proporcionado, una muestra de su insultante (y envidiada) juventud. Cara preciosa en la que no había atisbos de esa actitud despectiva o en apariencia siempre cabreada, altanera, que se aprecia en otras féminas; ni rastro de una pelea con los demás o con la vida que en apariencia se observa en otros rostros.
Llevaba apretada una carpeta, en su brazo izquierdo, contra ese lateral de su torso. Andaba tranquila, con la mirada limpia hacia delante. Lógico, pasó ante mí como si no hubiese estado yo allí.
La miré pasar. Casi con conciencia culpable. A hurtadillas. Apenas unas ráfagas y sin alzar en demasía la cabeza. Nunca quise que su mirada se cruzase con la mía. Por precaución, por seguridad. Por miedo.
Dados los tiempos que corremos ¿qué se podría haber imaginado?, ¿no se hubiese ofendido?, al menos pensaría en el asqueroso viejo verde que la estaba observando… Aunque la mía hubiese sido la mayor y más inocente de las miradas ¿no habría pensado lo peor? Hemos llegado a una situación histérica en la que cualquier gesto puede constituirse en un agravio, en un delito. Y no me refiero a actitudes evidentemente ofensivas, asquerosas, machistas y abusivas que creo todos detestamos, identificamos y deseamos que nunca se produzcan; no me refiero a lo obscenamente evidente. Es que ya uno teme si puede ser interpretada su actitud, a veces producto de una reacción inconsciente (sí, del subconsciente machista generacional) como cuerpo o prueba de delito.
Que una descerebrada diga y pregone que todos los varones son violadores por naturaleza, habría de llevarnos a la consecuente razón: todas las mujeres son unas ninfómanas. Tan injusto e incierto lo uno como lo otro.
Y yo lo que hacía, mientras la chica discurría fugazmente ante mi persona, era pensarme muy mucho en lo que ella era en esos momentos y en lo que luego llegaría a ser o no ser.
Pensaba que ella tenía toda una vida por delante, que con seguridad (según mi imaginario) veía de color de rosa; que por ello, por ser ella, tenía todo el derecho a desear que la vida le sonriese, que se cumpliesen sus expectativas de futuro. Que valía la pena vivir.
Y me pensaba en lo que la realidad preparaba; en lo que le estaba esperando.
Pensaba en esos políticos inútiles, zafios, egoístas hasta el delirio que, en lugar de prepararle un mundo mejor, se lo estaban estropeando día a día. En el lodazar en que se estaba convirtiendo el país, un terreno donde hozaban los cerdos a despecho de lo que hubiese alrededor, solo atentos a su bazofia y su barro. Pensaba que ella no se lo merecía, que no había hecho nada por soportarlo o sufrirlo. Veía el horizonte oscuro, nada de azul casi negro, sino gris carbón, al que iba sin remedio. Y nada que lo remediase, antes bien cada vez más negro y espeso. Horizonte sin salidas válidas, coherentes, prácticas, en el que ni siquiera existe el recurso, tan cuántico, de escaparse a otra dimensión luminosa, virgen.
Me apenaba que, cuando fuesen transcurriendo sus años, constatase que una maraña de impedimentos, una estructura opresiva, la fuese cercando hasta la asfixia. Los convencionalismos tramposos y amañados para que las estructuras de poder no lo perdiesen, siempre en su mero beneficio. La rueda de la inercia cómoda y del conformismo de guion fijo e inalterable. El dejarse llevar por la corriente de sus teóricamente iguales pero necios, indolentes, egoístas y acomodaticios al pesebre del me lo den todo, que me lo merezco o me lo debéis.
La machacona cantinela de lo que se es o lo que quieren otros y otras que se sea, o coño insumiso o útero materno y esclavo, que no la dejen ver la calle de en medio, la de discurrir por las aceras sombreadas o la de andar sin temor al robo o al atropello. Que los fanatismos no la atenacen hasta convertir su cerebro en una mera cáscara vacía, en una zombi sin vida propia, porque le han quitado lo más importante para vivir, que es su libre decisión (incluso a equivocarse).
Sí, esto me pensaba yo sentado en mi banco urbano, a la espera de reiniciar mi marcha matinal. Observando cómo se alejaba por la acera aquella chica que nunca, creo, pensaría que alguien, al verla pasar, había desatado su incontrolable capacidad de fantasía. Que aquel viejo que no se atrevía a mirarla, el temor al presente, había pensado en ella y en su futuro, intentando descubrir el arcano tan imposible de hacerlo, tan cerrado.
Y como ella, todas ellas y ellos, generaciones que ya no tienen objetivos ni metas, porque se las hemos quitado con nuestras verdades inconmovibles y falsas, solo de llevar por casa; ni dios, ni patria, ni rey, ni revolución, ni partido, ni vanguardia del proletariado, nada es sólido, nada certero, porque lo único que queda es la ramplona existencia. Que, con nuestro deshacer, hemos borrado las normas, las verdaderas normas, las que forjan personas, y solo por nuestra mera comodidad e incapacidad para ejercer nuestra responsabilidad como padres o madres, educadores, modelos de conducta, referentes. Y que ni volviendo del revés la historia podremos reconducir.
Ojalá me equivoque y esto sea solo producto del calor de la estación.