Por Mariano Valcárcel González.
Decía san Pablo, con esa clarividencia que le hizo estructurar una religión donde solo había una secta de heterodoxos judíos, que había que creer en la resurrección de Cristo, pues si no, vana es nuestra fe. Era la piedra fundamental sobre la que se debía basar el cristianismo como doctrina verdadera que ya trascendía y superaba todo lo anterior.
¿Y si eso, en verdad, nunca sucedió…?
Hay que afirmar el mito, la creencia (sea verdad o no), cualquier creencia, porque si se duda de la misma todo se desmorona y derrumba. Las personas, en general, necesitamos aferrarnos a algo que nos justifique o que nos dé seguridad. Para los creyentes, para cualquier creyente, el descreído es el más peligroso de los hombres. Por eso, la lucha a veces despiadada y sin cuartel que las creencias han mantenido contra la incredulidad. En cuanto se inoculó y se infectó con el virus de la duda (metódica y convertida en sistema de conocimiento), los organismos de la verdad inmutable empezaron a ser pasto de la enfermedad. Y, a veces, ya solo se trata de combatirla contra toda evidencia, con el absurdo por argumento o la mera pócima de la autoridad admitida.
Como he escrito arriba, el humano necesita aferrarse a alguna certeza, inseguro que es y que está, confundido a veces por los mismos que le ofrecen sus verdades y no sabe a qué atenerse, con qué carta quedarse. El exceso de certezas produce confusión.
Cuando decide alejarse de las verdades que le ofrece la religión, cualquier religión, puede quedarse en el territorio apache de la negación absoluta, del cinismo o de la mera lucha depredadora ante todo lo que le rodea; o, tal vez, en un mero voluntarismo buenista sin sustancia. O, por el contrario, irse derecho a abrazar otras verdades que sustituyan a las anteriores.
Es lo que les pasa a quienes militan en partidos que se dicen “de izquierdas”. Por lo pronto y como premisa imprescindible, estos partidos siempre fuerzan el que exista un referente, sea una estructura bien delimitada (y limitada) o una figura carismática hacia la que volverse, en la que mirarse y en la que encontrar las respuestas a todas las preguntas, a todas las dudas, de todas las verdades reales o supuestas (y a todas las promesas, por inverosímiles que puedan parecer). Verdades intocables que no merecen, ni admiten discusión. Verdades sagradas.
El leninismo y sus variantes (incluido el chavismo) o los movimientos que se declaran libertarios, más participativos, más auténticos, siempre y desde sus fundamentos han buscado la unidad, que no es más que la unificación del pensamiento en torno a quien o quienes lo definen e interpretan como correcto (verdadero). Por el contrario, quienes disienten de cualquiera de ellos es un desviacionista, revisionista, burgués, fascista o meramente traidor que merece ser castigado. Y los castigos, según hemos aprendido, pueden ser atroces; la expulsión, el ostracismo, el boicot o hacerle la vida imposible al atrevido disidente son ya cositas hasta de poca monta.
La consecuencia que tiene todo lo anterior es, además, la de la exculpación; la exculpación de lo que hacen o hicieron quienes aceptaron y defienden nuestras verdades. Lo que los nuestros hacen o hicieron es cosa fútil y sin importancia, al contrario de lo de los otros, ya con el estigma de la maldad y el pecado per se. Si se subvierte el orden constitucional en un caso, es golpe de estado; en el otro, no tiene mayor importancia. Si se hacen chanchullos para ganar dinero fácil, en un caso es robo y abuso de poder y en otro no es más que utilización de aspectos legales. Si se protesta acompañado de empujones y hasta porrazos, es en un caso violencia criminal y en otro mera libertad de expresión. Si en realidad defiendo a regímenes dudosamente democráticos, según nuestro ordenamiento, seré tan dictador como ellos; pero, según yo, es que la democracia tiene muchas vertientes…
No, no se pueden utilizar dobles lenguajes. Y esto es lo que a mí, personalmente, me indigna. Me indigna el ejercicio de cinismo e hipocresía que demuestran los militantes (me refiero en especial a los dirigentes) de la izquierda, cuando a algunos de ellos los pescan en un “renuncio” o cuando, como tales, realizan actos que en los demás serían denunciables y rechazados absolutamente. No se puede, no se debe tener este doble rasero, pues, en realidad, con el uso del mismo se están definiendo ellos mismos, se están desprestigiando y desautorizando. Hay un ejemplo claro en los casos del señor Ramón Espinar: venta de piso dudosamente obtenido con ganancias (cuando estaban a la baja); acciones contra Coca-Cola mientras se las bebe a pares; espléndida mariscada mostrada sin pudor, aunque el discurso político sea el de la austeridad… Yo no tengo nada contra este señor, particularmente, pero sí en su perfil político, y me pregunto qué asideros tiene o qué se le debe en la cúpula de Podemos (o sea, el señor Iglesias), para consentirle y justificarle tanta cara dura. ¿O son, en realidad, meros pecadillos? ¡Ah, bueno!
Si la democracia libre y participativa vale para unos, debe valer para todos sin excepciones; si se exige libertad para uno, también he de exigirla en cualquiera de las situaciones en que no se dé; si considero que ciertas conductas son inmorales, no debo justificarlas, si se tienen entre mis compañeros de militancia; si abomino de la violencia, ni por asomo debiera ejercerla yo, aunque lo justifique con argumentos doctrinarios u operativos… Vamos a dejarnos de milongas y de argumentaciones traídas por los pelos o elaboradas con el cinismo y la mentira, que no es verdad que unos tengan el estigma del pecado original y otros, los nuestros, nosotros, tengamos el perdón por haber pasado ya el diluvio universal (puros, pues)… Vamos a dejarnos de sectas religiosas.
Sí; de acuerdo, cualquiera, y en orden a lo expuesto al inicio, tiene la libertad de elegir con qué creencia o doctrina alienarse, pues es cosa de nuestro natural el buscar refugio y dirección ante nuestras evidentes carencias y desconocimientos; pues sea así y llamémosle por su nombre. Nos dejamos dirigir y convencer por quienes dicen saber más que nosotros, ser más que nosotros (nuestros intérpretes de lo supremo) y, cual aquella fotografía trágica de los soldados ciegos en fila, así andamos tras el que solamente es tuerto.
La lucha, entre lo religioso como alienación y lo progresista como liberación, no tiene sentido alguno. Ambos son igualmente alienantes.