Por Jesús Ferrer Criado.
De pronto, en el departamento, algún impaciente decide ver qué le ha echado su madre en la fiambrera. Es el toque de fajina. Inmediatamente, le seguimos todos. Hay un cruce de exclamaciones, preguntas y pequeños comentarios:
—Oye, a ti ¿qué te han puesto?
—Jamón, ¿y a ti?
—Espera que lo abra. Parece fritada de carne.
Con la boca llena, siguen las bromas. Hay quien ofrece algo de lo suyo a cambio de probar lo del otro.
Luego viene el postre: naranja. Las cáscaras, por la ventanilla.
Terminado el condumio, nos sacudimos las migas de pan que se nos han caído encima, y recolocamos nuestro equipaje otra vez.
A estas alturas, ya queda claro ‑para todo el vagón‑ que somos un grupo de estudiantes jaleosos y locuaces que, si Dios no lo remedia, les van a dar el viaje. Al final, la cosa no llega a tanto.
En el resto del vagón, se repite la escena, con la diferencia de que el menú incluye casi siempre la inevitable bota de vino.
—¿Quieren ustedes un trago?
—Venga, vamos a echarlo —aceptan los acompañantes masculinos. Las señoras declinan la invitación con un “no, gracias”. Es la norma y a nadie le resulta extraño—.
Es el departamento contiguo. Yo he salido al pasillo y los veo y los oigo con disimulo. El de la bota lleva un pañé de mimbre, de donde saca medio pan redondo, envuelto en una servilleta de cuadros azules, y un generoso trozo de tocino. Con una navaja de buenas dimensiones, corta el medio pan en dos y pone el tocino encima de uno de los trozos, mientras guarda el otro en el pañé.
—¿Ustedes gustan? —pregunta a sus vecinos de departamento—.
—No, gracias. Buen provecho —contestan los otros con media sonrisa—.
El buen hombre se dispone a cortar tacos de tocino y acompañarlos de tarascadas al pan. El bocado le hace un bulto en el carrillo y, no sin algún esfuerzo, consigue deglutir el conjunto. Con ambas manos ocupadas y sin mesa ni plato donde apoyarse, no tiene más remedio que acercarse navaja y tocino a la boca. Es un estilo de comer muy de campo.
El hombre tiene un cierto pudor en comer de esa manera y disimula, desviando la mirada hacia la ventanilla, evitando la mirada directa de sus compañeros de departamento. Efectivamente ‑pienso ahora‑, hay algo obsceno en comer así, tan explícitamente, enfrente y tan cerca de un tercero. De vez en cuando, hace una pausa, deja el pan encima del pañé y se empina la bota en un trago largo, que le ayuda a bajar la comida y despejar el esófago para seguir la tarea.
Una señora joven, frente a él, extrae discretamente, de una bolsa de tela bordada, un pequeño bocadillo envuelto en papel de estraza y lo mordisquea delicadamente, sin quitarle totalmente el papel. Después pela una mandarina, guarda en la bolsa el papel y las cáscaras y se pasa una servilleta blanca por los labios. Esta señora no parece de tercera. Misterios.
Mientras, en nuestro departamento, Arturo, que debe andar por los dieciocho años, lía un cigarrillo de caldogallina en el de al lado ‑donde el hombre de la bota‑; éste ha terminado con el tocino y ofrece tabaco de cuarterón y papel de fumar a los tres muchachos que viajan frente a él y que también han terminado su almuerzo. Animado por la aceptación, se atreve a preguntar:
—¿Vosotros sois estudiantes también?
—Bueno, según se mire. Vamos a la Academia de la Guardia Civil de Úbeda.
La señora joven vuelve la cabeza hacia ellos y los mira con simpatía.
Nosotros, los de SAFA, no llevamos vino ni botellas de plástico, todavía sin inventar, pero llevamos botellas o cantimploras de aluminio, porque el agua del tren ni es potable ni es agua. El aseo del vagón es un espacio mínimo con un pequeño lavabo y un retrete de los de “en cuclillas” ambos, de muy penoso aspecto, y cuya descripción es mejor obviar. Sin embargo, las visitas eran obligadas y con cada una empeoraba “el paisaje” del sitio.
En conjunto, el confort de los vagones de tercera en aquella época era absolutamente inexistente y el ambiente totalmente inhóspito. Si hacía frío, te helabas; si era verano, te morías de calor. Ya era una suerte poder ir sentado, porque también podía ocurrir que tu viaje coincidiera con el permiso de centenares de reclutas que atiborraban departamentos, pasillos y plataformas, de modo que, en tal caso, viajábamos hacinados como ovejas y angustiosamente inmovilizados en el departamento. Pero, en este viaje, no ocurrió tal contingencia y disfrutamos de cierta holgura.