El viaje, 03

Por Jesús Ferrer Criado.

A Guadix llegamos cayendo la tarde. La estación es grande y el andén está lleno de individuos que se mueven de un lado a otro ajetreados. Otros, en cambio, se limitan a mirar hacia los vagones como si buscaran algo en las ventanillas.

En esa estación hay también un kiosco, una gran sala de espera y una cantina grande donde podías comprar un bocadillo y tomar una cerveza o un café. Nosotros pasamos de esos lujos, celosos de nuestras pesetas que han de durarnos hasta Navidad. Si bajamos del tren es para sentir en la cafetería el calorcillo de la estufa que hay en el centro y los aromas mezclados del café y del tabaco; pero muchos pasajeros sí bajan a tomarse un café o una copa de coñac. Esta estación es un espacio vivo, con dinamismo, el primero realmente activo que encontramos desde que comenzó el viaje. Yo miro todo aquello como si hubiera llegado a otro planeta.

En Guadix, las gorras y sombreros son de uso general. Todos llevan las manos en los bolsillos y la cabeza medio sumergida en la solapa alzada de la pelliza. Cuando volvamos en Navidad, será aún peor. En Navidad, el andén estará invadido por una especie de niebla, causada por los vapores de la máquina, el humo de alguna estufa y los vahos de la gente aterida dentro de sus pesadas pellizas.

Después de media hora de parada, el convoy se decide a reanudar la marcha. Nos espera la estación más fría del trayecto: Moreda.

En Moreda, también se detiene el tren un buen rato, porque se efectúa el trasbordo de los que van para Granada, que se incorporarán al tren que baja de Madrid y, al mismo tiempo, se incorporan a nuestro tren los vagones provenientes de Granada que van en dirección a Madrid. Eso significa cambios de vías y diversas maniobras para conformar los convoyes.

No era prudente bajarse en la estación de Moreda, porque luego, con los cambios de vía, podías confundirte de tren; pero es que, además, el frío podía ser absolutamente disuasorio. No obstante, los viajeros más avezados y con algunas pesetas disponibles bajaban a tomar café. La cantina de esta estación tenía una barra larguísima dispuesta, antes de la llegada de cada tren, con docenas de tazas en fila, cada una provista ya con su platillo, su cucharilla y su azúcar. La llegada en tropel de los ateridos pasajeros, anhelantes de algo caliente que meterse en el cuerpo, era correspondida por dos camareros que, con sendas jarras en las manos ‑una de café y otra de leche‑, llenaban rápidamente las tazas a requerimiento de cada cliente. Llegar, tomarse el café y quizás un bollo, pagar y marcharse se hacía en un santiamén.

No es que yo supiera todo esto por mí mismo. Los veteranos me lo explicaban y había cierta rivalidad entre ellos, por añadir detalles más precisos sobre lo que otro ya me había informado. Mis compañeros se veían obligados a aclararme todo y yo me iba quedando con aquellas explicaciones, como parte de mi aprendizaje de novato. También yo sería “veterano” al año próximo y presumiría de enterado con los novatos.

Antonio Mondragón intentaba añadir siempre un detalle cómico que me hiciera reír, pero no era el único.

—Mira, Jesús; esta estación es para once pueblos, nada menos.

—¿Once pueblos? No me lo creo.

—Pues mira: Darro y Diezma. O sea, diez pueblos más, además de Darro.

—Venga ya… —reía yo con el juego de palabras—.

A veces, la conversación entre mis compañeros se centraba en anécdotas del colegio. Cosas que les habían pasado con éste o aquel profesor, o con un tal padre Sánchez. Hablaban de ellos con respeto y despertaban mi curiosidad. ¿Cómo sería tratar con esas personas? Pronto lo sabría.

La noche comprime el paisaje dentro del vagón. Para ver algo fuera tienes que pegar la nariz al cristal y quizás veas la tenue luz amarilla de algún cortijo o la lucecitas agrupadas de algún pueblo perdido.

Pasa el tiempo. El cansancio hace mella en el vagón. Todos hablamos menos. La luz en el vagón es tan pobre que apenas permite vernos con claridad.

jmferc43@gmail.com

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