Por Mariano Valcárcel González.
Pederastas. Abundan, más de lo que suponemos o de lo que nos han informado. Cada día surgen noticias de alguna detención, de algún registro, del descubrimiento de alguna red sea en internet (en la actualidad lo más común) o de traficantes.
No acaba esta plaga de indecentes. Ocultos y ocultados. Se aprovechan de su preeminencia, de su autoridad, de las actividades lúdicas o de su parentesco; se aprovechan de la debilidad de los niños o de las niñas. Ahí está el problema, que son gentes que acceden a puestos y situaciones desde los que pueden presionar a los niños abusando del grado de autoridad (familiar, sentimental, institucional, moral) que obtienen o tienen automáticamente sobre ellos. Y de la inocencia y también, a veces, de las necesidades de esos niños.
Se infiltran como pastores de almas, docentes o instructores y monitores deportivos… Otras veces no hace falta que se infiltren, ya que perteneces a la misma familia del abusado o al círculo de amistades de la misma. Estos últimos son pederastas de ámbito estrecho; su acción es limitada al ambiente familiar o de amistad al que pertenecen y también limitan su acoso a un determinado sujeto existente en ese círculo. Los más peligrosos (aunque peligrosos son todos) son los que se desenvuelven en los medios arriba escritos y bajo esas capacidades. Son los más peligrosos porque pueden acceder a más víctimas y de hecho, por ello, escogen esas profesiones, porque los ponen en contacto con más niños y así tienen mucho más material de caza, depredan compulsivamente y su misma compulsión logra delatarlos, cuando ya no tienen freno alguno y se descubren.
Cobardemente se esconden y cobardemente los esconden quienes debieran denunciarlos, atajarlos, expulsarlos…, basados en presuntos pecados perdonables, fruto de la debilidad humana. Meros engaños; terribles engaños.
Ya escribí que en nuestra Safa, tan recordada, tan venerada por tantos, se produjeron casos. Sí, se produjeron. Yo los viví. Lo relato y juro que es la verdad.
Había un cura ‑al que ya no merece la pena identificar, pues murió‑ que tenía la costumbre, por lo demás igual que los otros sacerdotes, de pedir un niño para que le ayudase a decir misa: un monaguillo. Los pedía de la primaria. Y tú, esa mañana, te largabas del aula a la capilla, al oficio. Cuando se terminaba el rito, el elemento te “invitaba” a subir a la residencia de los jesuitas. De todos es sabido que era territorio restringidísimo, al que no era usual acceder. Subías la escalera y llegabas al despacho ‑o eso parecía‑ del sujeto, que se sentaba en la mesa, bien tapado por unas faldillas. Te mandaba acercarte, so pretexto de darte unas galletas como premio (¡hasta en eso abusaba del hambre del niño!) y allí casi te abrazaba, te pasaba la mano por la espalda, por las piernas –llevábamos, como era costumbre, pantalones cortos‑, mientras te hacía preguntas absurdas con voz entrecortada… No llegaba a más, al menos en lo que me tocó a mí; pero ahora que lo recuerdo y lo analizo veo lo repugnante de su conducta. Sujeto asqueroso que no creo haya sido perdonado por ese Dios al que decía servir.
Yo he sido maestro, he percibido el calor de los chicuelos, el cariño que te transmitían, muchas veces buscando tu cariño, porque por otra parte no lo recibían, buscando una sonrisa (e incluso un castigo conscientes de que se lo merecían, o para hacerse los protagonistas de tu atención); nunca se me ocurrió aprovecharme de la inocencia o de la vulnerabilidad de ellos, de los críos, para satisfacer unas aberrantes ansias. Ansias de cobardes.
Yo he dado clase a niños pequeños y a chicas y chicos ya adolescentes. En este último caso, el ejercicio docente a veces se tornaba dificultoso, dada la especial situación emocional y física de estos alumnos. Yo he tenido que advertirle a alguna chica, de forma muy suave y aparentemente inocua, que se cerrase algún botón de la blusa… Se puede suponer el porqué. Nunca se me ocurrió aprovecharme de sacar algún provecho sexual de estas chicas, ya casi mujeres (si no completamente)… Cada uno en su sitio y atendiendo a sus obligaciones. Porque lo demás sobraba.
Pero estamos hablando de degenerados, de personas que no separan sus tendencias y apetitos sexuales de sus obligaciones como personas y como miembros de una sociedad que les encomienda unos trabajos en beneficio de todos (y en particular de las criaturas que deben tener a su cargo). Plaga que se extiende en ciertos ambientes y que la inacción o supuesta comprensión o corporativismo de los responsables no ataja debidamente. Cuando se descubre que ‑en ciertos centros o congregaciones, no es que existiese un sujeto de esta clase‑ había varios y se retroalimentaban o se cubrían unos a otros, y los que lo sabían callaban, nuestra indignación debiera ser total. Y es que no es lo mismo el silencio de los corderos, el que teníamos los niños (y tienen todavía) llevados al matadero, por vergüenza o por falta de comprensión real de lo que les está sucediendo, porque creen que eso debe ser así o que es normal, al que mantenían o mantienen los que nunca debieran permitir esas prácticas.
No tienen perdón, ni lo merecen los que lo hacen, ni los que lo ocultan. Debe caer sobre ellos todo el peso del rechazo social o de la justicia, sin atenuantes. Parece que Francisco ha declarado que se actuará contra quienes protegen u ocultan a esos malnacidos… Ya va tarde.