Por Mariano Valcárcel González.
Son setenta y cinco años de la instalación de la Safa en Úbeda.
Que los inicios de esta andadura fueron difíciles es innegable. Ni los tiempos estaban para tirar cohetes tras la devastación habida, devastación que tanto lo era económica como moral. El hambre campaba por los pueblos, aldeas y ciudades españolas y, en especial, las tierras castigadas de Andalucía, que prácticamente no había levantado cabeza casi nunca y que, en aquellas décadas, no la podía levantar, siendo como habían sido rojas (y buen castigo y escarmiento recibieron durante mucho tiempo). A la miseria material se le añadía la miseria moral, no solo porque había que volver a evangelizar a esos rojos, sino porque, y para que no se dudase, la mano férrea del vencedor pesaba mucho sobre el cuello del vencido.
La voluntad de Villoslada y demás jesuitas que lo seguían era la de regenerar a esa población tan perdida, si no a los que habían sido protagonistas de los desastres anteriores sí a sus vástagos. Bueno, ya era un mérito que se sacase del caciquismo perpetuo a esos chicos, en tanto en cuanto se les proporcionaría una oportunidad para ello. Estos jesuitas, al menos y dentro de lo que se permitía, intentaban algo que era necesario si no se quería volver a tiempos pasados y peores.
La idea de Villoslada, tras llegarse a Úbeda y peregrinar por diversos locales que le proporcionaban algunos pudientes de orilla aristocrática, era la de fundar una gran institución en terrenos propios, que obviamente debieron ser cedidos por la municipalidad, graciosamente. Alguien, que conoció el proceso, comentaba tras el paso de los años: cuanto más le dejaban, más terreno pedía; tal que, si se descuidan, llega a Baeza. Mírense los metros cuadrados que ocupó y verán que este comentario era acertado. Ahí, en la esquina de salida por el Paseo del León (que así se llamaba a la zona) hacia Baeza y bajando por la linde de la carretera hacia Jódar, todo se demarcó.
Acorde con el ideario franquista, dominante en esos años, los jesuitas implantaron una comunidad autárquica. Los oficios y trabajos que se enseñaban (no nos olvidemos nunca que fue antes el huevo que la gallina, esto es, que la idea principal era formar trabajadores especializados, abandonando así la fatalidad jornalera, y que luego vendría la idea o necesidad de formar para su servicio los maestros correspondientes) eran variados y de aplicación inmediata a las necesidades de la entidad. Por eso, proliferaron los talleres de carpintería, cantería o talla, forja, imprenta, panadería, serrería, además de lo que luego sería el fuerte de la formación profesional, como la rama eléctrica, la mecánica, la de ajuste, torneros, fresadores, delineantes…
En aquella sociedad, surgida de la idea de unos curas, se levantaban granjas de cerdos o vacas, se sembraban y cosechaban los terrenos que quedaron sin utilizar… Se trataba de aprovechar los recursos propios y disponibles, como en aquella España se estaba haciendo, bien que penosamente. Por eso, las necesidades eran altas y el continuo mendigar dinero y ayudas en Madrid era constante.
De esos años iniciales e iniciáticos se beneficiaron, a pesar de todo, muchos muchachos de nuestra provincia y de otras andaluzas, que eran mandados a Úbeda (al fin y al cabo acá se centralizó la obra, la institución Safa, que durante muchos años mantuvo, pese a algunos cambios que no prosperaron, la llamada Dirección General) para afianzar sus estudios, optar por algunas nuevas especialidades que no tenían en sus poblaciones o ‑y este era el culmen de la oferta y el nivel más alto al que se llegaba‑ pasar a Magisterio para adquirir esa carrera que tantas salidas proporcionó a tantos de nosotros.
La organización interna también calcaba la ideología dominante, que todo andaba militarizado; así que el alumnado se dividía en eso, divisiones, que implicaban cierta discriminación entre los unos y los otros y piques constantes. Disciplina espartana (no solo porque espartanas eran las primitivas “camarillas” o dormitorios comunes y fríos a rabiar ‑la Siberia‑ y espartanas las comidas) que se impartía sin dudarlo y se admitía igualmente, porque era lo que se vivía. Estudios largos y concentrados, cargados de horarios y materias y fiscalidad extrema de los rendimientos. El resumen público de los progresos, o no, habidos, que se exponían ante todos los compañeros para elogio, o vergüenza, de quienes los obtuvieran. No solo se evaluaba lo académico, sino la conducta, la aptitud y actitud, el fervor religioso… Cuando los sujetos eran considerados poco aptos para llegar a los niveles requeridos o apreciados por la superioridad ‑padre prefecto‑ eran lanzados inmisericordemente a las tinieblas del exterior.
Esos fueron los inicios. Así fueron. Lo que, ahora, cada uno de los supervivientes recuerde, piense o decida olvidar, es cosa suya; pero lo que existió, ahí está y no se puede alterar, ni con historias idealizadas de lo que nunca fue, ni traumáticas de lo que tampoco existió. Cada uno de nosotros llevará su morral de recuerdos y vivencias, que le pesará más o menos, pero del que no podrá, aunque quiera, desprenderse.
Y termino. Muchos de los que acá estuvieron y vivieron sus años infantiles o de adolescencia y juventud fueron, tras el paso, unos ciudadanos ejemplares y unos profesionales magníficos y solicitados. Es el mejor balance de estos setenta y cinco años.