Por Mariano Valcárcel González.
«Recordad “El Álamo”!», gritaban los texanos en el siglo diecinueve, para justificar su ocupación y anexión del territorio que antes había pertenecido a España y, en ese tiempo, era del estado mexicano. Las tropas de Santa Anna, general dictador, atacaron y destruyeron aquella antigua misión, donde se habían hecho fuertes los ocupantes; mera distracción para consolidar la llegada de las fuerzas de Huston.
Habría que recordarle ahora, a Trump, que aquello fue una invasión y ocupación de territorio mexicano por colonos y aventureros que procedían del norte, anglosajones emigrantes principalmente, que buscaban tierras y materias primas (mejor, si oro), a costa de robárselas a los sucesores del imperio español, indios incluidos. Migración inicialmente pacífica que, tarde o temprano, terminaría en violenta. La historia ya está escrita y no hay que olvidarla.
Como también está ya escrita la historia a la que, en un reciente artículo, hizo referencia Pérez Reverte: “Adrianópolis”.
El imperio romano era el referente y la meta de todo otro pueblo que quisiese cambiar a mejor; que huyese de la miseria o de la presión de otros pueblos; de su destrucción. Roma era la potencia de la Edad Antigua y, por lo tanto, allá acudían ‑o pretendían acudir‑ las gentes individualmente, en grupos y hasta en pueblos enteros con sus familias y pertenencias. Allí encontraban trabajo ‑o lo pretendían‑, fuese como jornaleros u obreros, o como soldados enrolados en las legiones en forma de tropas auxiliares. No incluyo en esto a los que quedaban en condición de esclavos; también, muy numerosos. A través de las fronteras, largas y muy porosas o variables, era inevitable el trasvase y la mezcolanza. Pasaban los siglos y el problema se agravaba.
Además, ya para los siglos tercero y cuarto, el imperio estaba carcomido por el desprestigio de las instituciones (la labor del cristianismo inicial no fue menos importante en ello). La corrupción del funcionariado y de los magistrados y gobernadores y la descomposición moral, social y política. Era un gigante en apariencia; pero, en realidad, ya hueco. La estructura que aún lo mantenía era la del poder de su ejército: las eficaces legiones; pero, hasta eso, se deterioraba a marchas forzadas. Ya se ha escrito que, en el ejército, estaban infiltradas unidades bárbaras, mercenarias, para reforzarlo.
En esta situación, cualquier motivo servía de pretexto para choques y enfrentamientos, para pequeñas internadas tras las líneas de bandas de merodeadores que practicaban el robo o la destrucción. Los bárbaros, siempre presentes ante la población romana, estaban cada día más a las puertas de la ciudad. Llegaban los godos. Pueblos nórdicos que, a su vez, estaban presionados por los pueblos de las estepas: por los hunos. Los godos se desplazaron masivamente, buscando la protección y la seguridad (en todos los sentidos) de las tierras imperiales.
A la sazón, el imperio estaba dividido en sus dos sectores geográficos (y culturales) más evidentes: el Oriente y el Occidente. Más debilitado, pues. La línea del Danubio, en esa zona de los Balcanes, era el limes que defendía el norte y al que Valente, el emperador del oriente, permitió lo traspasasen los godos, con la intención de que se desviasen hacia la zona occidental y quedarse liberado de los migrantes.
Un inciso: ¿Les suena la situación…? Estamos en la misma zona de la actual derrota de los que emigran hacia occidente. Los que huyen…, huyen de la presión violenta de otros y de la miseria y de la pobreza continuadas. Cruzan la frontera para ir hacia el centro del imperio, donde está lo que buscan. Y ya no se han de detener. Por supuesto, tienen otra cultura, otras costumbres, otras leyes, otra lengua y otra religión.
Prosigo. La codicia del alto funcionario de turno enfrentó a los que llegaban con los romanos. La fuerza de los desesperados les daba ventaja. Y Valente, que había jugado a brujo, se encontró con todo un pueblo que ya avanzaba sobre el Danubio, por la ciudad de Adriano. Y le entró pánico. Era el verano del año 378 DC. Pidió refuerzos a Graciano, el emperador de occidente.
Sin embargo, tal vez por la intención de protagonizar la supuesta gloria de una victoria que le daría motivos y fuerza para pretender la unificación del imperio en su persona, se adelantó en busca del grueso del ejército godo de Frigiterno. Los invasores, con todo en marcha ‑incluidas mujeres y familias y toda la impedimenta‑, eran más numerosos que los romanos. Estos podrían haber contado con su experiencia militar, más acreditada. Pero, en la batalla, murieron más de cuarenta mil hombres del imperio, incluido su emperador Valente, que se quedó hasta el exterminio. Las puertas del imperio quedaron abiertas para los godos, que se lanzaron sobre el occidente. Se les admitió como federados (una fórmula para justificar la invasión) y formaron parte activa de las fuerzas que, en adelante, intentaron retardar la caída del imperio romano.
Aunque nos preguntemos «¿Qué habría sucedido, si la batalla hubiese sido positiva para el imperio?», creo que habremos de llegar a la conclusión de que se hubiese retardado algo más lo inevitable; pero que las invasiones se hubiesen seguido produciendo (no nos olvidemos de los hunos y los demás pueblos) y la dinámica de esa lógica hubiese dado lugar a las mismas consecuencias habidas.
Pérez Reverte se hace fuerte en este suceso (y su entorno anterior y posterior) para advertirnos y enseñarnos sobre sus consecuencias, aplicadas ahora a nuestra actualidad. No sé si ello es extrapolable. Aunque, honestamente, creo que algo hay que aprender de lo que la historia nos presenta y sacar las consecuencias necesarias, para obrar en la dirección correcta.