Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Un asunto delicado.
El trago más difícil fue cuando le dije que me acompañaba una chica de la que estaba enamorado. Entonces estas cosas estaban muy mal vistas. Hubo un largo silencio y, como tardaba tanto en responder, llegué a creer que la comunicación se había cortado.
—José Luis, ¿estás ahí?
—Sí; estoy pensando en lo que acabas de decirme.
Me pareció que era conveniente contarle la tragedia de Olga, cargando un poco las tintas, para conseguir ponerlo de mi parte. Rompiendo la voz y aparentando una emoción incontenible, le dije que Olga sufría constantes acosos por parte del director de la clínica en la que trabajaba y, que si no le prestaba mi apoyo, podía ocurrirle una desgracia.
—Pero si crees que con este asunto puedo causarte alguna molestia, dímelo y ya me las arreglaré como pueda. Estoy dispuesto a arrastrarme ante quien sea, antes de tolerar que ese depravado continúe esclavizando a la muchacha.
Al principio, me aconsejó que denunciara el caso, pero enseguida lo convencí de que la palabra de una pobre empleada no tendría ningún valor ante la de un acreditado doctor con excelentes relaciones en la ciudad.
—Compréndelo; solo conseguiría que la culpasen de calumniar a su jefe.
Tras unos instantes en silencio, me tranquilizó: prometió hablar con unos tíos suyos para que la acogieran por un tiempo; y, en cuanto a mi trabajo, dijo que aquella misma mañana hablaría con su padre, para buscar una solución.
—¿Puedo seguir llamándote a este número?
—Por supuesto; y, si no estoy, déjame el recado.
Finalmente me dijo unas palabras muy alentadoras.
—Alberto, sabes que puedes llamarme a cualquier hora. Me has dado una gran alegría, y tengo ganas de conocer a tu novia. Yo le contaré anécdotas del colegio y ella me dirá cómo la engañaste para que se enamorara de ti.
—Nunca olvidaré este favor. Muchas gracias, de verdad.
Estaba deseando llegar a la pensión para contarle a Olga que había resuelto uno de los asuntos más importantes. Solo me faltaba el dinero; aunque, si en Borras no me concedían el anticipo, ya buscaría la forma de conseguirlo. Pasé unos días malísimos. Al mediodía, tomaba un bocadillo y una cerveza, hasta que a eso de las ocho llegaba a la facultad y cenaba un perrito caliente en el bar de la facultad. Luego, al acabar la última clase, famélico y cansado, cogía el autobús camino de la pensión. Una de aquellas noches me encontré con “El Colilla”, que salía del Café de Saturnino, a aquellas horas.