En este domingo, soleado y veraniego aún, me dirijo nuevamente al Museo Arqueológico de Úbeda para asistir a la visita guiada que ha organizado su directora; y que lleva a cabo Semer Turismo y Cultura. Hoy, la hora de encuentro es más tardía que de costumbre: a las doce.
Va apareciendo el fiel personal asistente, en su mayoría femenino, cual respuesta acertada a la visita guiada que Manuel J. Lizana Expósito va a dirigir. Una vez reunidos en el patio porticado de la Casa Mudéjar y tras esperar cinco minutos de cortesía, Cecilia Antonelli, representando a la directora del museo y como gestora de la empresa Semer Turismo y Cultura, presenta a nuestro guía, que amablemente toma la palabra.
Manuel J. expresa públicamente que es un honor, no exento de nerviosismo, ser el primer guía varón que hace esta ruta histórica‑femenina, efectuada en anteriores ocasiones por destacadas historiadoras, como Adela Tarifa…
Recuerda que la mujer siempre ha tomado (o le han asignado) un papel callado y casi anónimo, siendo olvidada y/o relegada a planos más secundarios, sin que se pueda entender el desarrollo de esta ciudad, precisamente, por su relevancia en la vida familiar y social cotidiana. Y dirigiéndose, repetidas veces (durante toda la visita), a las mujeres presentes, tuteándolas, les dice: «Sin vosotras, no hubiera sido posible hacer la historia de Úbeda…»; congratulándose en que se hayan superado aquellos tiempos, pues se ha asumido la integridad e igualdad de género como algo muy positivo en nuestra sociedad actual.
Por ello, comienza su discurso invitándonos a que entremos en la sala de Prehistoria del Museo Arqueológico para mostrarnos los cinco mil años de historia que hay expuestos en sus vitrinas (con los restos arqueológicos más antiguos de esta ciudad, descubiertos en la Cárcel del obispo), que es donde se encuentra el origen de Úbeda. Sobre los paneles va señalando los tres primeros trabajos femeninos que servían para ayudar a los hombres. La mujer recibía el producto del hombre (carne, pescado, vegetal…) y lo conservaba en un cesto de esparto o lo metía en un recipiente (producto de la alfarería), haciendo también ella la vestimenta, pues siempre ha sido la que mejor conoce las necesidades de su familia y la sociedad. «Construir la historia sin vosotras hubiese sido imposible…», remarca Manuel J. a las damas. Y prosigue: «Habéis estado condenadas al silencio en la historia hasta casi la actualidad, aunque sois tan importantes como Francisco de los Cobos…». Por ello, nos hace fijarnos en el panel acristalado para que observemos a las tres mujeres que realizan esos tres imprescindibles trabajos.
Cecilia nos convoca a todos para hacer una foto colectiva en el patio y después salimos tranquilamente para hacer el recorrido por las callejuelas de la Úbeda intramuros, realizando las paradas necesarias para así resaltar a las mujeres más destacadas que tienen algo que comunicarnos.
La primera es a la sombra (lo que se agradece), en la calle Hernán Crespo, ante una de sus casas solariegas: el número 9. Yo siempre la conocí por la casa de la Sangranta, hasta que ya de mayor llegué a entender su significado real (prostituta). Esta casa, con fachada de cantería, era de un hidalgo de bragueta, personaje plebeyo que consiguió tener 7 varones que llegaron a la edad adulta sin morirse. Luego, el guía nos hace mirar hacia el otro extremo de la calle para decirnos que allí (en la calle Montiel) se encuentra otra parcela muy femenina y todavía activa: la vida religiosa, en donde se han realizado muchas vidas femeninas constituyendo la historia de las Madres Carmelitas Descalzas que aún siguen luchando por la vida con la venta de sus ricos y sabrosos dulces artesanos.
La segunda parada busca la mejor perspectiva de la plaza Josefa Manuel, también al resguardo del tórrido sol. Recuerda entonces nuestro guía la vida religiosa femenina en Úbeda y nombra a doña Josefa Manuel de León Lando Hoces y Aguayo, natural de Jódar, esposa de Luis de la Cueva y Carvajal, que murió en nuestra ciudad en el siglo XVIII. Fue una mujer virtuosa, no religiosa, pero que llevó a cabo la función que le encomendaba la sociedad de su tiempo: mantener la virtud. Mientras que el hombre era vanidoso, vicioso, etc., la mujer no iba a la guerra ni a los burdeles, sino que su cometido era estar con los niños e ir a la iglesia; por lo que se dedicaba a hacer obras de caridad, dar de comer a los indigentes o pobres, proporcionar dotes de caridad o ser benefactora de las Descalzas…
Doña María de Molina, según dicen las crónicas, era muy fea y además segundona de una familia modesta. Por eso, entró al servicio de los Marqueses de Camarasa. Fue muy querida por ellos y, como si fuese una hija, la prepararon para ir a la corte de Felipe IV para ser dama de su hija, Teresa de Austria. Era, dice cariñosamente Lizana, «la Lola Flores de su época, porque tenía una voz encantadora y era muy graciosa y valorada por tener esas dotes, pues ella cantaba mientras las mujeres se vestían con esos corsés y demás prendas laboriosas de aquella época; y, por ello le pagaban muy bien, pues solamente la clase adinerada era la que lo podía hacer.
Luis XIV de Francia (el “Rey Sol”) la tomó a su cargo, por lo que se fue a nuestro país vecino estando en su corte de Versalles; y, aunque dicen las habladurías que fue amante de este rey, no es cierto. Muy emocionado por su exquisita voz, le ofreció concederle la gracia que le pidiese, por lo que ella le pidió la custodia del oratorio, con la ilusión de donarla a la iglesia donde ella había sido bautizada. Ésta era de oro y plata sobredorada, esmaltada en colores y un pie y peana formando tres ángeles de escultura de plata sobredorada, con sobrepuestos de oro esmaltados, guarnecida de diamantes y rubíes, teniendo 385 diamantes, 165 rubíes, 1 jacinto y 5 zafiros. La joya fue tasada en 10 000 ducados. La custodia fue destruida en nuestra incivil guerra de 1936. El actual relicario es una copia (más burda que el original que se hizo a mano), realizada por el artista levantino José Marlo Lloréis, en los años 60 del siglo pasado.
Y para el convento de Religiosas Descalzas, que estaba en obras, mandó 12 000 ducados, otros 2 000 para terminar la iglesia; un cofre de carey que servía para el Santísimo, el Jueves Santo, y otro más de plata repleto de alhajas igualmente para la iglesia; todo ello a petición de la priora del convento, madre Juana de san Jerónimo, religiosa de parentesco muy cercano al Marquesado de La Rambla.