“Barcos de papel” – Capítulo 24 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- Navegando a la deriva.

Le cogí la mano y estaba temblando.

—Escucha, Berto, soñé que iba por un camino solitario. El cielo estaba limpio y el sol se empezaba a ocultar, cuando a lo lejos surgieron unas nubes que parecían de algodón. Solo se escuchaba el rumor del viento y el temeroso canto de los pajarillos. De pronto, el cielo se oscureció, arreció el viento, temblaron las ramas de los chopos y el cielo se rompió en mil relámpagos. Se oyó un trueno, las nubes avanzaron cubriendo el cielo y se volvieron de un color violeta, casi negro. Empezó a llover de forma torrencial. Al principio, el agua avanzaba pausadamente, pero luego creció y saltaba entre las piedras inundando el camino y corriendo por la ladera. Sentí tanto miedo que me subí a lo primero que encontré. Era un sencillo barco de papel, uno de esos barcos con que juegan los niños en los riachuelos las tardes de tormenta. La lluvia regaba las tierras resecas y sedientas, se abrían surcos en la tierra y el agua empezaba a correr por los regatos.

La escuchaba en silencio para que mis comentarios no aumentaran su pena.

—Al principio estaba muy contenta a bordo de aquel barco: las aguas eran limpias y el barco se deslizaba con suavidad empujado por el viento. Yo pensaba que se detendría en uno de los remansos, junto a la orilla, o al abrigo de una junquera; pero, cuando parecía que la corriente era más tranquila, nos lanzó con fuerza hacia un barranco. Cada vez llovía más, el agua se volvía más turbia y el barco iba de un lado para otro con tanta violencia que yo era incapaz de controlarlo. Estaba asustada por la violencia del agua y del viento. Incapaz de vencer la fuerza del arroyo, me sentía como un juguete volando hacia el desastre. De pronto, noté que me hundía en un profundo lodazal. Grité pidiendo ayuda y, cuando desperté, estaba temblando de miedo. Fue horrible. Berto, ¿me comprendes?

Olga y yo teníamos muchas cosas en común, pero había una en la que éramos idénticos: la falta de cariño que los dos padecimos en la infancia. La besé en la frente y pensé para mí: «¡Cuánto daño te han hecho, vida mía!». Esa oculta compasión hacia ella era también una forma de compadecerme de mí mismo. Pero no debió de adivinar mis pensamientos, porque continuó relatándome la pesadilla.

—Berto, ¿imaginas la angustia que se siente cuando navegas a la deriva?

Pues claro que lo imaginaba. No quise responderle, porque prefería no ahondar más en su pena, sino aparentar normalidad. Navegar a la deriva era la sensación que yo tenía desde el día que la conocí.

—No te preocupes Olga. Cuando estés sola, o necesites ayuda, llámame. Yo te protegeré de la corriente. Nunca te fallaré. ¿Recuerdas la estrofa de “Puente sobre aguas turbulentas”? ¿Sabes que para algunos es la más bella canción que se ha escrito, sobre el amor y la amistad?

When you’re down and out,
when you’re on the street,
when evening falls so hard,
I will comfort you,
I’ll take your part.

‘Cuando estás abajo y hacia fuera,
cuando estás en la calle,
cuando la noche cae con tanta fuerza,
os consolaré yo,
voy a tomar su parte’.

—¿Tú me vas a proteger? Por favor, Berto, no digas esas cosas, que todavía me duele la herida cuando me río —dijo, ocultando las manos bajo las sábanas—.

La miré muy serio por la respuesta que acababa de darme y aseguré con toda la fuerza de que fui capaz.

—De sobra sabes que puedo cuidar de ti.

—¿En serio? ¿Tanto me quieres? Berto, dime que me quieres, que estás loco por mí, que harías cualquier cosa que te pidiera.

Dicen que el auténtico amor no se descubre hasta que no se alcanza cierto nivel de madurez. Pero, ¿alguien puede decirme a qué edad se empieza a desarrollar la madurez? Para los jesuitas ‑que lo tenían muy claro‑, el uso de razón se alcanzaba a los siete años, la adolescencia a los catorce, la juventud a los diecisiete y a los veinte se había conformado la personalidad. Ni antes ni después, con la exactitud de un programa. Por eso, hacíamos la primera comunión a los siete años y a los quince leíamos “El diario de Daniel” de Michel Quoist. De todos modos, a mí ‑que he vivido mucho más que la mayoría de aquellos jesuitas del internado‑ no me parece que las cosas estén tan claras: la madurez depende de las circunstancias de cada uno. A lo largo de mi vida, he conocido a niños con siete años con más sentido común que algunos universitarios actuales.

Algo de eso le sucedía a Olga: aunque era más joven, era mucho más segura que yo. Se movía en cualquier ambiente con más naturalidad, bebía, fumaba y, por si fuera poco, era capaz de reírse de mí y jugar conmigo como el ratón con el gato.

roan82@gmail.com

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