Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Navegando a la deriva.
Le cogí la mano y estaba temblando.
—Escucha, Berto, soñé que iba por un camino solitario. El cielo estaba limpio y el sol se empezaba a ocultar, cuando a lo lejos surgieron unas nubes que parecían de algodón. Solo se escuchaba el rumor del viento y el temeroso canto de los pajarillos. De pronto, el cielo se oscureció, arreció el viento, temblaron las ramas de los chopos y el cielo se rompió en mil relámpagos. Se oyó un trueno, las nubes avanzaron cubriendo el cielo y se volvieron de un color violeta, casi negro. Empezó a llover de forma torrencial. Al principio, el agua avanzaba pausadamente, pero luego creció y saltaba entre las piedras inundando el camino y corriendo por la ladera. Sentí tanto miedo que me subí a lo primero que encontré. Era un sencillo barco de papel, uno de esos barcos con que juegan los niños en los riachuelos las tardes de tormenta. La lluvia regaba las tierras resecas y sedientas, se abrían surcos en la tierra y el agua empezaba a correr por los regatos.