Por Mariano Valcárcel González.
Un hombre, o una mujer, un voto.
Es el fundamento de la democracia representativa actual. Luego podemos ir a sus matices, que si se realiza a mano alzada, que si mostrando cartelitos, que si en secreto (esta fórmula es considerada la más democrática, pues trata de sustraer al votante de la presión y coacción de quienes desean un resultado concreto).
Cabría también considerar, siendo así, que vale un voto por persona en edad de votar, independientemente de quien sea el emisor, la calidad de cada voto sería la misma, cosa que muchos consideran aberrante, pues piensan que no todas las personas son iguales y que tampoco están en las mismas condiciones sociales, económicas o culturales y que, por lo tanto, no vale en realidad el voto de zutano igual que el de mengano, se diga lo que se quiera decir en contra; en la práctica, en España, su sistema da valor diferente al voto según donde se ejerza. Es verdad, pero es impresentable.
Históricamente se partió de esta idea elitista y aristocrática. El voto se restringía a ciertas clases sociales y civiles, al derecho de ciudadanía o a pertenecer a clanes o estamentos definidos. Hasta el diecinueve, el voto podía ejercerse según el estado de renta o de propiedades. Mas el río de la historia ya arrastraba hacia la desembocadura en el mar del voto general y universal, solo limitado por la edad o por el censo, o por las propias y limitantes características del individuo. Que es que ya no se discute si la mujer también tiene derecho. El voto, como tal, es un hecho.
Una persona, un voto. Y no va más.
La otra discusión se genera cuando se plantea la forma de aplicar esta doctrina. ¿Cada cuánto tiempo se habrá de votar?, ¿qué se podrá votar…? No cabe duda de que estas dos cuestiones son enormemente peliagudas y que, de la forma y modo de aplicarlas, de responderlas y del porqué, depende que el principio democrático se manifieste y contenga todo su valor o se quede en mera representación y pantomima, en mero engaño.
Votar cada cierto tiempo en comicios regulados es lo corriente y establecido. Se pretende así que este ejercicio tenga un antes, un mientras y un después, que pase el tiempo para facilitar cierto grado de reflexión y análisis y entonces volver a empezar, renovar, mantener o simplemente retroceder. Se busca no frivolizar el ejercicio. Y también los poderes establecidos así buscan esa rigidez y exclusión de ejercicio temporal para que puedan mantenerse durante los intervalos. Esto, hoy día, está cada vez más en entredicho y contestado y hay una fuerte presión para llegar a unas votaciones cada vez más frecuentes; se habla de democracia participativa en el sentido de extender esta práctica en el tiempo y en el espacio, independientemente de las normas generales que afecten a cuestiones amplias de gobernanza. Se votaría por motivos limitados, surgidos de áreas concretas y también limitadas poblacional y geográficamente.
Admitiendo tanto la modalidad restringida y local de la democracia participativa como la generalizada y de mayor aplicación, surge, no obstante, el otro dilema antes expuesto, el de las cuestiones que puedan someterse a votación. Pues si un individuo es un voto, y ello con todo el valor posible, también debería tener el mismo ‑si no más‑ valor, admitir que lo que piensan, plantean, votan los individuos, sea lo que sea, ha de ser también intocable.
Los sistemas actuales (creo que no tengo que aclarar que me refiero a los considerados bastante democráticos) intentan también limitar este campo, tal vez en la conciencia de que dejar libre la iniciativa, de según qué cuestiones y según quiénes las propongan, puede significar la adopción y aceptación democrática, por votación, de quién sabe qué tipo de aberraciones. Aquí tenemos una forma de hacerlo, mediante la ILP (Iniciativa Legislativa Popular), que se ha demostrado inútil en cuanto queda al albur del pensamiento único de los legisladores y su mayoría en las cámaras.
Habremos de admitir que no es nunca verdadera la democracia que cercena la libertad de su ejercicio, por muchas razones que se den.
Hace unos días, charlaba yo con un amigo que, de golpe y porrazo, se ha encontrado con este grave problema; cómo conciliar el ejercicio lo más ampliamente posible del derecho a decidir (con el voto), con el peligro real del resultado nefasto o aberrante de esa toma de decisiones popularmente votada. Veía mi amigo, y ello lo tenía confuso, que un exceso de democracia popular, sin posibles líneas rojas, llevase a resultados no ya impopulares sino paradójicamente contrarios a los intereses de los votantes, de sus derechos. ¿Es tan intocable ese derecho a decidir que pueda producir la conculcación de los derechos de otros…? No hay que olvidar que ciertas elecciones llevan al poder a partidos o personas que pretenden acabar con el mismo derecho que a ellos les sirvió; limitar entonces tal posibilidad, ¿no es limitar la democracia? El problema de la democracia es que lleva el germen en sí misma y, a la vez, de su victoria y de su derrota. Quedarse a medias tintas o andarse por las ramas es de necios y no resuelve el problema. Es un «O lo tomas o lo dejas». Pero no es elección, ni clara ni sencilla; todo menos fácil… Por poner un ejemplo y sabiendo lo que en general se opina: ¿se admitiría una votación sobre la reinstauración de la pena de muerte en España?