De principios

«Estos son mis principios; si no les gustan, tengo otros» (Groucho Marx).

Magnífica declaración de intenciones que deberían llevar bien visible muchos (y muchas) de los que más presumen, alardean e incluso nos conminan admonitoriamente a tenerlos. Porque son ellos, precisamente ellos, quienes menos los aplican; eso, cuando supuestamente los tienen.

Claro que hay quienes sí los tienen, mas no les interesa declararlos, que se sepan. No es que no tengan principios, es que son tan impresentables e inadmisibles que no quieren que se conozcan.

Porque otra cosa son los valores. Pero estamos en confusión extrema tal, que principios y valores se tienen por iguales o equivalentes. Y no es así.

Los valores son objetivos, se conocen como tales, la sociedad los conforma y los confirma como buenos y deseables, como pautas de conducta individual y colectiva, y siempre tendentes hacia el bien común, el bienestar social, la convivencia y hasta la conformación de una conciencia y una conducta personal intachable. Los valores son pues bienes humanos.

Los principios son metas o pautas de conducta que están de acuerdo y conformes con los valores establecidos (y así serán principios positivos); o divergen radicalmente de estos, pues solo procuran el bien personal incluso a costa de olvidarse de los valores. Por ello, lo que escribía al inicio; pues mis principios pueden ser en realidad positivos para mí, pero negativos para los demás.

Ahora hay quienes claman por la supuesta falta de valores en la actualidad, confundiendo principios y valores.

Normalmente, cuando se reclama la vuelta a los valores pretéritos, no se tiene en cuenta que lo anterior no era más que una suma de imposiciones o rutinas, vigiladas por conductas tanto particulares como colectivas. Claramente, lo que con anterioridad parecía conducta virtuosa, no era más que conducta mantenida por la fuerza de la coacción y el rigor. Lo que el pobre cura declaraba, acerca de las conductas comparadas de los maridos de antes y los de ahora (violencia de género), no era más que una simpleza; lo que antaño se producía era también llanamente violencia de género, pero soterrada, acallada y consentida (en el adulterio se penaba mucho más a la mujer que al hombre) y reprimida por sus consecuencias penales, si se llegaba a acto criminal. Claro, no las mataban (a sus mujeres), pero no era porque tuviesen los valores que ahora se han perdido ‑no, que esos mismos valores los hay ahora y su conocimiento es el mismo‑, sino por la represión y el control entonces existente.

Clamar por los principios y los valores como cosa equiparable es un error. Clamar porque los principios sean éticos y de acuerdo a los valores eso sí que es necesario. Y clamar porque los valores no se abandonen o tergiversen. Porque, repito, quienes más los conculcan (porque sus principios, si los tienen, no son acordes) son quienes más los airean y más los manosean en público. ¿Por qué ahora este estado de descomposición, esta zozobra, este continuo escándalo que nos inunda? No, porque no existan los valores, sino porque los principios que a ellos nos llevarían se abandonaron, se dejaron a un lado, sustituyéndolos por otros más eficaces, más remunerativos, más egoístas. Robar, enriquecerse, hacer omisión del deber y de la responsabilidad adquirida, contemplarlo todo como una selva donde cazas o eres cazado, esto es su consecuencia.

Enviciada la sociedad en la costumbre del uso de los valores como mera palabrería propagandística, mera superchería engañosa, instrumentados como recurso parcial o total de obtención de poder, se llega evidentemente a la devaluación de los mismos y, por tanto, a la inutilidad de contemplarlos, de que sirvan de referentes de conducta individual y colectiva.

No es, pues, que no existan; es que no se les tiene en cuenta. O se les sustituye por otros más gratificantes.

El poder (que no tiene por qué ser siempre poder político), mediante el engaño y la triquiñuela, mediante la obtención a cualquier precio de dinero o de la utilización fraudulenta y criminal del mismo, es cosa común. La mentira y la argucia para mantenerse u obtener influencia, o para alcanzar prebendas y cargos, la confluencia y acaparamiento de los mismos y el viejo ejercicio de la cooptación entre miembros del clan, son prácticas tan usuales que ya ni extrañan. No es que los valores se hayan perdido; es que los principios son distintos, mudables, adaptados a los intereses inmediatos o restringidos de unos pocos.

Nada nuevo bajo el sol, me dirán… Pues sí, nada nuevo.

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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