Desde que entré en la cárcel de Jaén quise saber el paradero de un sacerdote amigo, natural de Torreperogil, que era párroco de Canena. Siempre me daban la misma respuesta: «Está en Villa Cisneros». Intrigado, indagué su significado hasta que averigüé lo que era: un departamento de incomunicación voluntaria donde únicamente había religiosos o sacerdotes seculares y cuyo objetivo era asistir y preparar, a una buena muerte, a los condenados por el Tribunal Popular a la pena capital. Allí pasaban, tras el juicio, sus últimos momentos, con esos beneméritos ministros del Señor que les ayudaban a bien morir. Gracias a Dios cosecharon grandísimo fruto pues, del elevado número de sentenciados, solamente uno no quiso confesarse; el resto se preparó convenientemente para morir como héroes y santos.
Mientras permanecí en la cárcel, pocas veces pude celebrar el Santo Sacrificio de la Misa (ni oírla), puesto que vivía en un dormitorio grande; en cambio, los sacerdotes que permanecían en la enfermería o en las pequeñas celdas de la planta baja sí disfrutaban de esa dicha; siempre tomando muchas precauciones y haciéndolo de madrugada… Aunque hubo alguno que fue sorprendido y enviado a un campo de trabajo a cavar trincheras… A pesar de ello, se comulgaba frecuentemente y muchas veces a diario; siendo los domingos y fiestas de guardar cuando, a determinadas horas y en determinadas celdas o dormitorios, se repartía con más asiduidad “el pan de los ángeles”, ya que había sacerdotes que se encargaban de distribuirlo convenientemente.
La llegada del buen Jesús en las hostias consagradas (ya que nosotros teníamos prohibido celebrar misa), entraba encerrado en pequeñas y primorosas cajitas que habían seguido la larga cadena de fervorosos cristianos que se ofrecían (como en los tiempos de las catacumbas y de los mártires), en un camino de ida y vuelta, para que los sacerdotes ocultos en la ciudad pudiesen consagrarlas… Así llegaba el Divino Prisionero hasta las prisiones de sus pobres servidores…
También se celebraban las festividades con novenas u octavarios, incluso predicando con más o menos auditorio. Fue en Navidades cuando se hizo un octavario al Niño Jesús, con plática diaria. Aunque el local no era grande, la concurrencia era numerosa, predominando religiosos o eclesiásticos. A mí me encargaron la predicación del sexto día, en la que glosé (en paráfrasis mística) aquella estrofa del suavísimo himno “Jesu dulcis”, que dice así:
Jesu, spes poenitentibus.
Quam pius es potentibus!
Quam bonus te quarentibus!
Sed quid invenientibus?
Así mismo se practicó, y con gran devoción, el ejercicio de los siete domingos de San José, que precedieron a la festividad del glorioso patriarca… Se hizo en todos los dormitorios y con la asistencia de todos los presos; incluso en algunos hubo predicación, con gran afluencia de público: como el que se produjo en el departamento “Talleres”, donde el joven sacerdote, don José Ortí, congregaba a numeroso público, ávido por escuchar sus hermosas conferencias…
Con estos ejercicios y devociones, el fervor de todos fue en aumento, llenándose nuestra alma de dulces y santas consolaciones.
Úbeda, 30 de mayo de 2014.