Los estudios históricos sobre el cante flamenco ‑e independientemente de que los hayan realizado prestigiosos folcloristas (Machado Álvarez), músicos (Manuel de Falla), poetas (García Lorca, R. Molina) o por cantaores(A. Mairena)‑ suelen distinguir tres etapas en la historia del cante flamenco:
1) La de los «orígenes», llamada también «prehistoria del cante», de la cual desconocemos el inicio y cuyo final se situaría hacia la mitad del siglo XIX con la aparición atestiguada de los primeros cantes primitivos que constituyen el repertorio del cante jondo. (Según ciertas fuentes, el cante más antiguo sería la siguiriya, la cual se asocia al nombre del cantaor Frasco, “El Colorao”, y que data de alrededor de 1840.)
2) Luego viene la llamada «edad de oro del cante» o «de los cafés cantantes» que dura de 1850 hasta 1900, más o menos.
3) La tercera es la de la «ópera flamenca», que ocupa la primera mitad del siglo XX y da paso a lo que podríamos llamar la «edad moderna» del cante flamenco.
Con objeto de concederle mayor precisión cronológica a esta tercera etapa, yo propondría dividirla en dos partes, y ello en función de dos fechas que marcaron profundamente el itinerario y desarrollo del cante flamenco:
1) La primera fecha es 1922, cuando Manuel de Falla y Federico García Lorca ‑entre otros‑ organizaron en Granada el primer Concurso de Cante Jondo «para devolverle su dignidad al cante primitivo gitano‑andaluz y diferenciarlo de aquel cante degenerado e indigno llamado flamenco». (Ganaron el concurso “El Tenazas” (Diego Bermúdez) y el niño “Manolo Caracol” (M. Ortega Juárez).
2) La segunda es 1956, cuando se organizó en Córdoba el Concurso Nacional del Cante Flamenco, ganado por “Fosforito” (A. Fernández Díaz).
Fue tal el éxito de este concurso, tanto por el número y la calidad de los participantes como por la resonancia nacional del acontecimiento, que es, a partir de 1956, cuando se podría establecer en la historia del cante la llamada de «la modernidad». Etapa que se caracterizaría por una extraordinaria proliferación de cantaores, de formas y estilos más o menos híbridos y, por lo tanto, más o menos alejados del cante tradicional.
De estas etapas, la más problemática es sin duda la primera, es decir, la de «los orígenes» del cante. Y es que, de hecho, no disponemos de datos históricos fidedignos acerca de las fuentes del cante jondo; lo cual no debe extrañarnos, puesto que se trata de un fenómeno folclórico antiguo cuya procedencia hunde sus raíces en la cultura popular de transmisión oral.
Pues bien, es precisamente de esta «etapa prehistórica» del cante jondo de la que quisiera escribir hoy, porque, en mi opinión, es la que considero que está probablemente vinculada a ciertos aspectos de la plegaria islámica.
Advierto de antemano que no me voy a detener en explicar el viejo conflicto conceptual entre cante jondo y cante flamenco. De ahí que dé por sabidos o sobrentendidos los aspectos siguientes:
1) El primero relativo al cante jondo: desde Antonio Machado Álvarez, Manuel de Falla y Federico García Lorca, el concepto se refiere a los «cantes primitivos auténticos, graves y a menudo trágicos» del conjunto llamado cante flamenco.
2) El segundo atañe al origen del cante jondo. A este propósito, hay que reparar en lo siguiente:
a) En cuanto a los creadores del cante jondo: todos los investigadores serios, tanto españoles como extranjeros ‑particularmente Bernard Leblond y Pierre le Franc‑, afirman que la mayoría de esos cantes antiguos tienen su origen en el seno de las decenas de familias gitanas que se sedentarizaron en el oeste andaluz, más precisamente entre Sevilla y Cádiz. De ahí el sentido de cante jondo como ‘cante primitivo de los gitanos andaluces’.
b) En segundo lugar, por lo que se refiere a la identificación de esos cantes primitivos: casi todos los teóricos y practicantes del cante jondo están de acuerdo en dividirlo en tres familias principales: las tonás (con sus derivados, los martinetes), las siguiriyas, y las soleares.
c) Finalmente, está la cuestión de la filiación de esos tres cantes primitivos con formas musicales, tanto cristianas como islámicas, que ya existían en España. Me refiero a los romances, por el lado cristiano, y, por el lado islámico, a las dos llamadas a la oración: el adhan (es decir, ‘la llamada pública a la oración, que el muezzin hace desde lo alto del alminar’) y el iquâma (es decir, ‘la segunda llamada a la oración que se hace en el interior de la mezquita, antes de que empiece aquélla).
Y ahí tenemos ya uno de los puntos que quería destacar: la importancia del sustrato islámico en las tres modalidades citadas arriba: los romances, la toná y la siguiriya.